El caballo de Turín o el declive de la existencia

El caballo de Turín. Dirs: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky.

Las condiciones adversas se muestran desde la primera escena: el viento y una lucha del caballo y el hombre por remontar una cuesta hasta llegar a casa. Y la anécdota que se cuenta al inicio de Nietzsche llorando mientras abraza a un caballo que un cochero maltrata en una plaza de Turín no es casual, pues se vuelve inspiradora y campea sobre las mentes las casi dos horas y media que dura la cinta. El espectador no deja de pensar en las lágrimas del filósofo cada que se muestra al caballo y su negativa a andar, su desidia hacia la existencia al negarse a comer y beber agua.


El caballo de Turín, película dirigida por Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, pretende, según el director húngaro, hablar del paso del tiempo. Dice en un video de YouTube del 2011 que quería mostrar “la complejidad de la vida”. “Tienes una vida y desempeñas tu rutina diaria y día a día pierdes algo”, añade.

La casa donde transcurre la historia está alejada de todo, en medio de la nada. Un padre y su hija pasan cinco días resguardados del viento, que por momentos deviene huracán, al interior de una casa de campo. Solo comen papa -una sola vez al día, en la noche- y beben aguardiente. El padre, la hija, el caballo; el viento, los árboles sin hojas, y más viento, y mucha niebla, y un pozo que finalmente se seca; no hay más. Mostrar esa simplicidad mediante una música sobrecogedora y la potencia del blanco y negro hace que El caballo de Turín sea una joya del cine contemporáneo.

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¿Hay una historia? Para muchos tal vez no. Pero podría aventurarme a decir que se cuenta la historia del declive de la existencia. Ya de por sí el ambiente es lúgubre al interior de esa casa. La iluminación es escasa y esa penumbra pareciera corroer también al caballo, encerrado en una pesebrera y cada día perdiendo más las ganas de vivir.

Podría también pensarse que hay un adentro y un afuera en la película que se hace evidente hasta para el espectador. Al despuntar el alba, se abre la puerta de la casa y la cámara acompaña al padre o a la hija al exterior, y sentimos el viento, el frío en la cara. Pero afuera solo hay un pozo que el día de mañana se secará. Se cierra la puerta de la casa en la noche y la penumbra solo deja percibir por momentos el horno de leña que calienta la estancia y poco más. Cada día además la chica calienta un par de papás que consume ella con parsimonia y su padre con fiereza.

Una de las escenas más impactantes es cuando van ambos a visitar al caballo, que ya ha dejado de comer uno de los días -la película se narra en el transcurso de cinco días-, y la cámara se acerca hasta la cabeza del equino y se queda allí unos segundos. El animal ya no tiene fuerzas para nada. No protesta, no se mueve. Hay una gran carga emotiva en la escena, porque adivinamos que el final está cerca, es posible que la muerte visite pronto a los tres, padre, hija y caballo.


La música juega sin duda un lugar clave en El caballo de Turín. Por momentos pensé en qué transmitiría si no hubiese banda sonora y la respuesta -tampoco es seguro, solo son opiniones ligeras- es que pudiera haber menos carga emotiva. Veríamos a un padre y una hija en su cotidianidad en una casa de campo.

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Pero, más allá de ello, también es importante explorar las expresiones faciales de ambos. El cansancio, la pesadumbre, el hastío. Y la cámara es fundamental, porque al posarse en la mesa donde cenan a diario y explicitar ese rito cotidiano de comer solo una papa y luego beber una copa de aguardiente no deja de crear dramatismo. Además, comer con la mano, como si los directores quisieran hacer énfasis en el retorno a lo simple, a lo básico. Es tan potente el ritual de comerse la papa cada noche que el espectador confiere otro significado a la supervivencia: mientras haya comida, agua, habrá vida. Nos preguntamos luego si es suficiente una papa y una copa de licor para continuar en esa lucha contra la existencia -porque el vivir se vuelve un reto- y la respuesta llega clara: sí, es suficiente. Solo un alimento, pero al parecer llena los estómagos del padre y la hija.


La película entonces está resignificando la existencia, el valor de todo: la comida, el viento, la luz, el agua, el tiempo. Va a lo simple para exaltarlo; en épocas donde en ocasiones nos atragantamos con tanta abundancia, lo que muestra El caballo de Turín es refrescante. Melancólico, también, claro, pero el arte no está para ser complaciente con nada. Si una cinta como esta deja al espectador pensando qué está haciendo con su vida, ya el trabajo está hecho.

En la entrevista que mencioné al principio le preguntan a Béla Tarr que si esta es su última película, que si no tiene nada más que decir en el cine. “Eso es todo lo que queríamos decir”, responde Tarr, “Eso es todo lo que podíamos decir…Y podríamos hacer 10 o 15 películas más, ¿para qué? ¿Solo por el dinero?… No quiero ser un burgués ridículo y estúpido que va a las alfombras rojas y haciendo algo que es falso. No. Eso es todo. Cuando la tienda se cierra, se cierra”, agrega con una risa socarrona y tierna el director húngaro.

El caballo de Turín ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín en 2011.

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