Pareciera que ese tal dios que ha regido el destino de muchos todos estos siglos no es ni mucho menos el mejor. En Caín, José Saramago aprovecha para retratar a ese dios vengativo, cruel e intolerante con las criaturas a quienes dio vida.
El pensamiento de Caín debe ser el de millones de personas hoy en día, pero también opuesto al de otros tantos, que siguen creyendo en la consabida frase de que “los designios de dios son inescrutables”, frase que por cierto también le critica Caín a un ángel en una de las tantas conversaciones que sostiene este personaje bíblico a lo largo de su peregrinaje.
Desde el inicio de la historia Caín está molesto con la expulsión de sus padres, Adán y Eva, del paraíso. Se pregunta por qué si no podían comer del árbol del Bien y el Mal el mismo dios lo plantó allí. ¿Una prueba? ¿Quería probar su fuerza de voluntad? ¿Saber si alguno de los dos flaqueaba? Muy típico no solo de dios sino de muchas conciencias que se creen superiores eso de exigirle a los otros lo que ellos no están ni lejos de cumplir, pues ese dios no hace precisamente gala de algún tipo de ética que genere encomio.
En su peregrinaje observa cómo dios le pide a Abraham, por ejemplo, que asesine a su hijo Isaac como muestra de fidelidad. También está presente en la devastación que sufren Sodoma y Gomorra, en la masacre en el monte Sinaí y conoce y pide explicaciones del por qué a Job le quita todos sus bienes y le llena el cuerpo de llagas, sabiendo que él es un hombre bueno, honesto y religioso.
La postura de Saramago en esta novela es clara: nos han vendido el cuento de que dios es amor, perdón, misericordia, pero en verdad es un dios que le encanta la venganza, la guerra y no duda en enviar a matar madres, niños y hombres honestos, además de animales. El nobel portugués desacraliza esa figura celestial para mostrar su verdadera cara, poco amable por cierto, asemejándola a cualquier dictadorzuelo tropical.
Seguramente para quienes conocen más a fondo la historia bíblica el libro ofrecerá más información o datos que se presten para la discusión. Como puede ser común en cuanto a temas religiosos, cualquier postura será solo una opinión, no una verdad, aunque la iglesia romana quiera edificar verdades sobre entelequias.
Razón tiene Saramago cuando, en alguna parte de la historia, tal vez queriendo relajar los ánimos de los lectores, afirma: “La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a él”. Por ello los debates en torno a ese dios católico parecen perennes: la falta de entendimiento entre los humanos y la divinidad genera discusiones bizantinas infinitas.
Estos fueron los papeles encontrados, luego de la extraña desaparición del pianista Edgardo Alonso, en su casa, ubicada en la calle Colombia con carrera 70. Como verán, pertenecen al ya fallecido escritor Valentino Sinisterra. Al escritor, aun cuando en vida no publicó cuento o novela que se conozca, le publicaron un poema en un periódico institucional, a la edad de veinticuatro años. Este dato lo recuerda hoy solo la que fuera su compañera, Lina Bedoya, y quien por deficiencias de salud física y mental dijo no recordar un solo verso.
Por considerar, a juicio de su madre, quien apareció en las oficinas de esta editorial no hace mucho, aduciendo que deseaba dar a conocer unos valiosísimos papeles de su hijo, de alta calidad literaria por la minuciosidad de sus descripciones y el arduo interés por encontrarse a sí mismo en cada línea, presentamos a nuestros selectos lectores los fragmentos, aunque disgregados, de lo poco que vive de este, no olvidado, sino descubierto escritor. Aunque resulte extraño adjudicársele el papel de amanuense luego de yacer bajo tierra, no es impedimento alguno, como creemos firmemente los miembros de este comité editorial, para ser leído y debatido en los cenáculos literarios de la ciudad.
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Al frente de mi ventana hay un jardín infantil llamado Luna Nueva. Desde las siete de la mañana pueden oírse las entonaciones de los párvulos saludando el nuevo día. La profesora a veces pide orden, pero, entre tanto bullicio –no otra cosa podría llamar a sus supuestas entonaciones–, se pierde su voz y gana la desorganización. Así, pues, comienzan la mayoría de mis días. Dos o tres voceos de vendedores de frutas: banano, papaya, melón, manzanas. Los chirridos de los frenos en toda la esquina de las busetas de servicio público que bajan despavoridas de los barrios situados en la montaña oriental. La puerta que se cierra estrepitosamente, de algún incauto que salió de afán para su trabajo, la escucho, mínimo, dos o tres veces por semana. Aun cuando este edificio tiene sólo tres pisos, son muchos los apartamentos que hay en el segundo –donde habito yo– y el tercero.
Este barrio en su momento –cuarenta, cincuenta años atrás– fue habitado por la clase más adinerada de Medellín. En muchas de sus cuadras quedan casonas inmensas de dos y tres pisos, con rejas en puertas y ventanas. Hay mucho movimiento en esta cuadra que miro ahora. En su mayoría, deambulan estudiantes, jóvenes entre 18 y 30 años, que bajan por la calle, unos raudos, otros más despacio. Sólo un día vi un anciano, de bastón, intentando cruzar la calle. Una que otra chiquilla de la mano de su madre también –más si consideran que el jardín infantil queda al frente.
La calle es amplia y tengo un árbol frondoso sobre mi acera, de manera que puedo verlo todo el día, y, según ya Lina me dijo, le da un toque agradable al apartamento. Afortunadamente no cae el sol a ninguna hora del día. Con la cortina totalmente abierta, puedo estar leyendo o escribiendo en mi mesa de estudio sin tener luces adicionales encendidas. Basta la iluminación de un día soleado.
Casi todos los días hay un hombre de overol café claro, con un logo de las Empresas Varias de Medellín, que llega a barrer las hojas y hacer aseo en la cuadra. Como estos días han estado bastante calurosos, lleva un sombrero caqui amarrado bajo el mentón con un cordón delgado. Algunas personas pasan preguntando por la clínica que está a media cuadra. Desde mi ventana escucho que él les da las indicaciones.
Ahora, por ejemplo, hay una carretilla pequeña de madera en la acera de esta parte de la calle. La maneja un señor de camisa a rayas oscuras verticales. Vende aguacates y bananos. Por momentos se tira en la calle, en una gran sombra que hace el árbol frondoso, e intenta apagar sus ojos.
Cuando hay mucho silencio, es porque dejan de bajar carros y busetas. Una de estas mañanas, incluso, Lina me dijo que escuchara los pájaros. Se escuchaban, más que cantos, unos chillidos cortos. Muchos, al unísono. Eso fue el domingo. Hoy es lunes y la guardería Luna Nueva no trabaja. No hay párvulos siguiendo himnos o cánticos que su maestra debe enseñarles no sin dificultad. Casi todas las conversaciones de los transeúntes las escucho cuando pasan bajo mi ventana. Sin embargo, hablan de cosas tan cotidianas que no vale la pena detenerse con el oído atento. El viento corre permanentemente de norte a sur, entra por las celosías de mi ventana y baña mi cabeza recostada contra ella.
No hace mucho se fueron papá y mamá. A ella le pareció el apartamento muy agradable. Alabó la cocina y la nevera que compramos Lina y yo la semana pasada. Papá me ayudó a instalar una ducha con agua caliente. Trajeron algo de comida y quedé de ir a casa el jueves al almuerzo. Mamá me pregunta si estoy feliz. Yo le contesté que tenía la cabeza ocupada con mil asuntos como para pensar en eso. Papá dice que nada se puede afirmar hasta llevar, como mínimo, un mes viviendo en el nuevo espacio. Por el momento, acordamos con Lina estar algunos días en su casa, los fines de semana acá, y tal vez uno o dos hablando por teléfono, pues ella dice que le enfurece llegar tarde en la noche a su casa –en caso de que me hiciera visitas diarias y luego tomara un autobús–, con tacones, bolso y pantalones formales.
La idea es irnos a vivir juntos en un año. Ya hemos hablado de una ceremonia sencilla para familiares y amigos más cercanos. Otra, en cambio, íntima, solo para los dos, algo así como un ritual indígena en medio de un bosque. No queremos nada católico. Mamá, la semana pasada, me dijo que si podíamos legalizar todo en una notaría, así no fuéramos a una iglesia, le parecía a ella mucho mejor. Este año, sin embargo, será un discurrir entre la casa de Lina y este apartamento. Lina aún es joven, y muchas de sus conocidas no han contraído todavía compromisos serios. Lo mismo me sucede. Mis compañeros, casi de treinta años, siguen solteros. Algunos trabajan, otros estudian con ahínco mientras sus parejas buscan oportunidades de empleo en otros países latinoamericanos.
Ayer en un programa televisivo hablaban del alcance de la audición, de cómo penetrar y auscultar sonidos lejanos. Por ejemplo: un río que se escucha desde tu casa, cómo ir con la mente hasta el lugar exacto, quizá la orilla del mismo río, y seguir extrayendo alguna onda misteriosa en ese choque del agua contra las piedras. Era una suerte de meditación lograr alcanzar dicho discernimiento. Yo algunas tardes escasamente escucho que llega un vagón del tren a la estación, que queda a dos cuadras, o los gritos de los vendedores de frutas y hortalizas. Mi escucha pareciera restringida. Anoche, muy tarde, escuché una pelea de perros. La escoba del barrendero en las mañanas logra también distraer mi escucha. No es más. No hay meditación. Se está en medio de la ciudad, sin ríos cercanos. Las motos pasan y solo dejan ruidos. Contamino mis oídos mientras leo una biografía de Marcel Proust escrita por André Maurois, En busca de Marcel Proust.
Los sonidos de las campanas, en la iglesia gótica de la cual desconozco su nombre, es lo único confortable que me ha acompañado esta mañana. Estoy extremadamente sensible con mis oídos. Me perturban, hoy, los carros y los buses. El ruido de la nevera que tengo en mi cuarto, cada vez que inicia su motor, se me introduce por los tímpanos y me susurra desesperaciones. En las noches, este se apodera de toda la habitación y es insoportable.
Cuánta diferencia de años atrás, cuando vivía en edificios donde no se escuchaban más que la caída de un niño en la bicicleta o unos trastos moviéndose de manera brusca en otro apartamento. Siento cada ruido como una punzada. Sin embargo, sé que disfruto enormemente el espacio y el hecho de tener cerca muchos lugares dónde hacer compras para el diario vivir. Además, el transporte es magnífico. Debo caminar máximo dos cuadras para tomar el tren, y menos de una para el autobús. Si no llevo afán, camino por entre los árboles que hay en todas las cuadras del barrio, observando ventanales enrejados, escaleras que llegan a segundos pisos, fachadas pintadas de azul, amarillo y naranja vivo; husmeo, clavando mis ojos al interior de las ventanas, y descubro cortinas descorridas y baños con tuberías de donde salen duchas de agua caliente. Encuentro recolectores de basura que meten sus manos grises entre las bolsas negras buscando separar y tomar lo de más utilidad, lo que puedan vender, bien sea vidrio, cartón, plástico.
Subo y bajo cuadras, veo letreros de “Se arrienda” y “Se vende” en muchos edificios ubicados sobre calles agradables, arborizadas, las fachadas con bellos acabados, y me pregunto: ¿acaso la gente no disfruta aquellos espacios? ¿Es el ruido que yo siento menor o más alto que por estos otros lados? Después de deambular veinte minutos, llego al apartamento donde, hace unos años, vivió Mariluz, la que conocí por Sergio. El edifico es de adobe a la vista con franjas verdes horizontales entre un piso y otro. En el primer piso, una tienda donde solíamos comprar cerveza cuando iba a visitarla. Y un pequeño escalón, a la entrada del edificio, donde nos sentábamos a fumar.
Ahora quedan pocos amigos en la ciudad. La gran mayoría se ha marchado al extranjero, buscando opciones de vida porque en el país no pudieron encontrar salidas. Yo no sé si encontré salida, el caso es que sigo aquí, camino, observo y escucho la gente hablar. Los que están en otros países probablemente escuchen cosas similares. Acaso el ruido sea mayor. No sé. Con Lina no siento mucho ruido. Ella dice que la nevera no la escucha en toda la noche. De los carros o buses no hemos hablado. Yo no puedo decir lo mismo. Mi sueño se trastoca, e imagino imágenes vagas como para convencerme, una vez de pie en la mañana, de que sí dormí. Acaso me tomo el pelo sin darme cuenta. Me burlo y me rio solo, a mis anchas, de mí mismo. Algo, sin embargo, me dice que debo quedarme acá. Tampoco veo otras opciones. Cambiar de casa de manera persistente no tiene sentido. Todas tendrán algo que reprochar. Este espacio no es muy distinto de las casas en las que he vivido los últimos diez años. La única diferencia es el ruido.
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En estos días fui con Lina a una casa hermosa en un pueblo a tres horas de la ciudad. Había sido diseñada por una arquitecta que ostentaba un premio nacional de arquitectura. La alcoba donde dormimos era confortable, amplia. La decoración, sobria y bella: cinco fotos en blanco y negro de campesinos de la época de los cincuenta. Tenía un ventanal enorme dividido por molduras de madera verticales.
Hacia las doce y media nos dimos cuenta de que rondaban dos zancudos por la alcoba. Como el clima era bastante caluroso, intentábamos tapar nuestras cabezas con una sábana, pero el calor era insoportable. Una vez bajábamos la sábana, se escuchaba el enorme animal zumbando a milímetros del oído. La noche fue regular en cuanto a sueño. Sólo una vez intentamos cometer el crimen con los bichos, mas fue en vano: se escaparon hábilmente de nuestro alcance. Al día siguiente comentábamos el no haber dormido placenteramente en un espacio tan silencioso, confortable y con las condiciones perfectas para tomar un sueño reparador.
Ahora pienso en eso, cuando sé que la costumbre moldea al hombre, y espero con ansias poder obviar ruidos externos a mi ser, y escuchar llamados, algo que brote muy al interior. Cuando me desvelo, otro yo salta a elucubrar y planea mil cosas por escribir, pero entonces llega otro y lo calma, le dice que debe esperar, pues son las dos de la madrugada. Ya llegará otro día para sentarse a escribir.
A Proust también le afectaban los ruidos. Después de la muerte de sus padres, en 1906, se traslada al apartamento de la viuda de su tío Georges Weil. Allí lo atormentan los martillazos toda la mañana. Proust pide a unas amigas intervenir en el asunto. Escucha golpes arriba y al lado de su cabeza. Como trabaja en la noche y duerme durante el día, dice que, por favor, establezcan horarios para los trabajos a partir del mediodía. No hay caso. Continúa escuchando el martilleo como si los obreros disfrutasen el martirio ajeno. Decide entonces aislar su apartamento recubriéndolo con corcho. Es allí, recibiendo pocas visitas, donde comienza su monumental obra. De inmediato miro mi ventana, pero las celosías que no cierran de manera compacta no permiten forrarse con corchos. Quedaría más aislado del ruido. Y, ¿es que acaso quiero dejar a un lado el ruido?
Cinco editoriales han rechazado dos libros que tengo preparados. Son relatos y cuentos cortos. No se ajustan al criterio de ellos, responden en las cartas. Sé que mi trabajo es bueno; no obstante, uno que otro relato termina en la papelera después de algún rechazo. Una vez escuché o leí que era mejor escritor quien borraba que quien escribía. Por ese lado voy ganando.
Poco más de veintisiete años y veo que mis contemporáneos ya han editado sus primeros libros. El maestro Espinosa, cartagenero, según leí hace unos días, publicó sus primeras líneas no teniendo ni la mayoría de edad. Algunos poetas que conozco, entre los que está Omar Fernández, tío de mi estimado amigo, el pianista Edgardo Alonso, me muestra su primer libro de cuentos, del año 53. Tenía veintidós años. Un volumen con más de quince relatos. Otra poetisa que conocí en una velada literaria ya ostenta un premio nacional de poesía, y acaso pasa de los veinticinco años. Ni qué decir de maestros ya muertos. Por ello me apresuro, y, por eso mismo, también cargo con desilusión, porque a pesar de ver mi trabajo honesto y dedicado, y leer lo que se publica de autores ya destacados, corroboro el peso de mi pluma, la calidad, lo rico que es en comparación con otros tantos. No puedo evitar las comparaciones, más cuando hago intentos en vano para que los señores editores avalen mi quehacer como escritor.
Me arroba, me ilusiona, me arrebata escuchar las interpretaciones de Edgardo. Hay días en que voy al conservatorio de la universidad, y lo veo ensayar en un piano viejísimo, en un cuarto diminuto con ventana hacia la plazoleta central y una puerta que él cierra porque el instrumento retumba durísimo. Interpreta a Beethoven y a Satie a petición mía. A ratos, en su casa, mientras yo me encuentro alucinado bajo la prosa de Zola, o de algún latinoamericano –sigo sobre todo argentinos–, Edgardo interpreta obras magistrales. Como está actualmente con la idea de memorizar varias piezas para un recital en un café el mes de junio, escucho que repite y repite trozos de la misma canción. Cuando deja fluir sus dedos y el ritmo toma forma, la melodía se extiende y se convierte como en una marea arrulladora, en la que el vaivén de las olas te lleva hacia algún lugar, no siempre conocido. Así pasan dos, tres horas.
El ruido continúa. Diagonal a mi apartamento, hay una señora robusta, morena, de cabello negro y de estatura baja que posee un perro de raza incierta. Ya me he topado con ambos en el corredor de este segundo piso, y el can ha dejado ver sus colmillos de manera agresiva e insinuante, mientras la señora trata, en vano, de callarlo diciéndole ternuras al oído. Creo que me detesta, tanto el perro como la señora. Es tanto el odio, que una vez entro a mi casa, escucho los ladridos enfurecidos que persisten, como si el animal conservara el rencor tantas horas después. Yo no tengo nada en contra de los de su especie, pero me desagrada no encontrar asueto en las tardes, que es cuando más me encuentro dispuesto a escribir algunas líneas.
Recuerdo las recomendaciones de la empresa arrendataria, cuando firmé el contrato: no es posible tener mascotas. Muy seguramente nadie sabe de la evasión de la señora. Tampoco seré yo quien la denuncie. Aun cuando no tengo certeza de mi aguante ante tanta distracción. Incluso algunas noches he soñado con esos pequeños colmillos, como si quisieran revelarme algo. Por el momento, no encuentro símiles o símbolos en las imágenes inconscientes.
A Lina la conocí hace apenas ocho meses. Fue en la casa de Edgardo Alonso, una noche, entre copas de vino, el poeta Fernández despotricando de otro escritor local por arribista, la poetisa del premio nacional, Aura Botero, exponiendo sus puntos de vista sobre la obra de Vallejo, contando historias de la casa de la cultura que dirige hace ya tres años, y, en fin, Lina llegando a la casa de mi amigo con una chaqueta negra un poco trajinada, unos pantalones de lino oscuro, su cabello negro recogido en una moña, y mis deseos de soltero aflorando, pidiendo condescendencia, hallando cabida en la mirada de Lina, quien, pocos minutos después, ya departía conmigo fumando su cigarrillo blanco y largo. Mujer laboriosa, empresaria de una gran compañía de la ciudad, trabajadora de sol a sol, me entero de que disfruta leer poemas vanguardistas y prosistas como el uruguayo Galeano.
Al principio se la nota retraída; no obstante, minutos después, aferrada de manera ávida a su copa, dejando caer una que otra ceniza por la ventana de la casa de Edgardo que da a la calle Colombia, no para de lanzar pestes contra el gobierno de turno, diciendo que a los pocos que empiezan a disfrutar la vida con ciertas comodidades, el presidente quiere rebajarlos haciéndoles gastar hasta el último centavo de sus ahorros para costear enfermedades de alto precio. Vocifera de manera efervescente que ya ni pensar en que le dé cáncer de mama, o VIH, o tenga que realizarse una operación que supere los cien millones de pesos.
Todavía hoy me asusta su beligerancia, su capacidad para generar movimiento en los demás. Por descarte, esa noche de la que hablo quedamos prendados el uno del otro, por estar solos en medio de la turbamulta sin un muro dónde apoyarnos, como diría alguna vez el escritor Bolaño.
Hoy lunes me despertó el pasar de buses hacia las cinco de la mañana. Logré dormir por tramos. Soñé cosas desiguales, desarregladas, con un gran ego de por medio. Llevo ocho años, desde mis dieciocho, escribiendo sin publicar nada. A mis veintiséis no veo la luz al final del túnel. A veces escribo a revistas en vano. La mayoría no contesta ni una línea. No sé si me leen, si me borran aún sin leerme, no sé si me plagian, si hurtan mi talento para llenar vacíos propios.
A veces creo que la independencia se castiga. Las dos o tres personas del mundillo literario de la ciudad que frecuento –en realidad sólo el poeta Fernández entraría en esta catalogación, y ni siquiera lo veo más que alguna vez cada dos, tres meses– se mantienen al margen del acontecer, de lanzamientos, conferencias, paneles, eventos en torno al libro. Siento como si hubiera lanzado escupitajos a muchas plumas que no considero de altura y ahora me estuvieran rebotando.
El día de hoy amaneció nubado. Llueve levemente sobre la ciudad. Salgo, después de un copioso desayuno, a deambular por las calles. Sólo es a las tres de la tarde que consigo encontrar un restaurante. Pido un menú económico con pollo, arroz, ensalada y una sopa bastante agradable a mi paladar. A punto de cumplir mis veintisiete años, veo el terreno de mi escritura yermo. El poeta Fernández, cuando hablamos en la noche por teléfono, me da alientos. Me dice que estoy bastante joven. Luego calla porque le reprocho algo sobre su primer libro publicado a los veintitrés. Él arremete de nuevo y me pide que vaya a su casa. Me muestra que está imprimiendo unos folletines con unos poemas que escribió hace veinte años. “La poesía no se hace para guardar. Toda palabra que se escriba debe mostrarse, por cualquier medio que se disponga. ¿Usted, Valentino, cuándo se va a animar a publicar algo?”. Cuando veo las hojas recién impresas, con la tinta fresca y el papel aún caliente, me viene a la cabeza una idea.
En la casa del pianista Edgardo Alonso se halló el manuscrito que acabamos de reproducir. No tiene fecha pero, según nuestros cálculos, debe haber sido escrito hace treinta años aproximadamente. Algunos dijeron que, después de la visita que le hizo al poeta Fernández, Valentino Sinisterra estuvo confinado algunos días en la casa de su amigo el pianista, dándole forma a su escrito. Al parecer, los libros que menciona, rechazados por casas editoriales, desaparecieron, bien sea por iniciativa propia, bien por manos ajenas a él, tal vez para devolverle escupitajos, aunque ya no tengan repercusión en sus despojos que descansan, hace tres décadas, en el cementerio central.
Bocas avezadas afirmaron en esa época que a Valentino lo mató el no publicar. Otras, más realistas, dijeron que había huido a Nueva York, a casa de otro amigo literato. Que en la primera nevada que registró esta ciudad dicho año, la más fuerte en mucho tiempo, quedó sepultado el escritor bajo una gruesa capa de hielo de cincuenta centímetros. ¿Qué le pasó a Valentino en ese duro invierno y por qué nadie lo socorrió? En todo caso, el escritor no llegó a los treinta años.
En esta casa editorial desconocemos datos precisos. Nos basta haber leído este manuscrito, y haber escuchado a la señora madre del difunto, para tomar la decisión de su publicación. Cabe anotar, finalmente, que la señora Teresa Mejía de Sinisterra pidió no ser tenida en cuenta para posibles pagos de regalías. Recomendó donar este dinero al cuidado de enfermos terminales. La primera beneficiada, gracias a las debidas diligencias hechas por esta editorial, será la antigua mujer de Valentino, Lina Bedoya.
* Este cuento pertenece al libro «La lancha y otros cuentos», de José Ignacio Escobar
El caballo de Turín. Dirs: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky.
Las condiciones adversas se muestran desde la primera escena: el viento y una lucha del caballo y el hombre por remontar una cuesta hasta llegar a casa. Y la anécdota que se cuenta al inicio de Nietzsche llorando mientras abraza a un caballo que un cochero maltrata en una plaza de Turín no es casual, pues se vuelve inspiradora y campea sobre las mentes las casi dos horas y media que dura la cinta. El espectador no deja de pensar en las lágrimas del filósofo cada que se muestra al caballo y su negativa a andar, su desidia hacia la existencia al negarse a comer y beber agua.
Julio Paredes, Aves inmóviles, Alfaguara, 2019, 175 pp.
Lograr acercar al gran público temas tan especializados como la taxidermia es sin duda un reto. Hacerlo además sin mayores tecnicismos y a ello sumarle de fondo la crisis existencial y financiera de un hombre supone una historia muy atractiva. Aves inmóviles, del bogotano Julio Paredes, no solo es un libro distinto en la literatura colombiana, sino un acierto porque a través de una escritura fina, delicada, pensada, nos va llevando por ese infierno interior en el que deambula Ricardo, el protagonista.
Lleno de deudas, padeciendo la soledad típica de una ruptura luego de más de diez años de relación con su mujer, Inés, y huyéndole a la hipoteca de su casa, Ricardo decide tomar un encargo más bien extraño para un taxidermista: el montaje del caballo Saturno. Los hijos del dueño del caballo decidieron inmortalizar su espíritu y para ello contratan a Ricardo, uno de los pocos taxidermistas –sino el único– que quedan en Bogotá.
En un principio la novela parece que nos conducirá en algún momento a una sesión única de disección en la que se develarán misterios y Ricardo saldrá triunfante luego de hacer el montaje de Saturno y descubrir que su piel, sus ojos, sus movimientos quedaron para siempre inmortalizados en esa figura que quizá se exponga en una urna en la finca del dueño, como un trofeo. Pero no es así. Porque a la par de que Paredes va contando los miedos de Ricardo de hacer el montaje –él solo ha hecho trabajos pequeños de taxidermia con guacamayas y otra clase de aves, nunca con animales del tamaño de un caballo–, también nos enteramos de que a él le han descubierto una cavidad en un pulmón y tendrá que hacerse exámenes para saber qué es lo que tiene.
Aves inmóviles habla tanto del deterioro humano como del animal, de las relaciones que se echan a perder, de los cuerpos que están ya muy cerca de un umbral desde donde se observa el máximo dolor.
Si quisiera uno tener el ánimo de sintetizar Aves inmóviles me aventuraría a decir que es una historia sobre las imposibilidades. Y sobre lo irremediable. Paredes pone en juego algo muy interesante en la novela y es la intuición que tenemos para abordar o no determinados proyectos en la vida. Otro de los temas es también la soledad y cómo debemos adaptarnos al deterioro, a la vejez, a ir tirando con lo que podamos. Al final tal vez no hay premios ni sorpresas ni cumpleaños que nos llenen por completo el alma. Sigue la vida con sus misterios, dolorosos o no, ya depende de cómo adaptemos nuestra mirada a esa nueva realidad.
El argumento clave de la novela Palabras de otro lado, del peruano Alonso Cueto, me parece de por sí de culebrón venezolano o colombiano: una madre, antes de morir, le confiesa a su hija que su padre no es su padre de sangre.
Alonso Cueto, Palabras de otro lado. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2019, 245 pp.
El argumento clave de la novela Palabras de otro lado, del peruano Alonso Cueto, me parece de por sí de culebrón venezolano o colombiano: una madre, antes de morir, le confiesa a su hija que su padre no es su padre de sangre.
Alonso Cueto es un buen narrador, sin duda, solo que no encuentro en esta historia una propuesta estética sólida, algo que indague en la condición humana. Sí hay algunas reflexiones sobre la muerte, el olvido, la memoria, pero el escritor peruano se afinca es en una trama que resulta más que rosa y cliché.
Puede parecer interesante cómo la protagonista, Aurora, indaga y vive la pérdida de sus padres, cómo elucubra y piensa en esa familia que ya no está, cómo invoca a su mamá y a su papá una y otra vez, los siente, los escucha en sueños, los ve incluso en una especie de ilusión jalonada por un amor grande que hubo en esa sólida familia. Puede parecer eso un gancho para muchos lectores, pero si hacemos una revisión más profunda no encontramos nada más allá.
Cueto además, cuando su protagonista decide viajar a España a encontrar su verdadero padre, se convierte casi en un escritor de guía turística. Apenas Aurora decide viajar a Madrid comienza un periplo en el que, a través de la excusa de la búsqueda de su padre, no deja de hablar de los sitios más icónicos de la capital española. Entonces que Aurora visite la Puerta del Sol, plaza Mayor o el parque del Retiro no deja de parecer más que una necesidad de mostrar o promocionar lo típico de Madrid. Pero, claro, es lo típico para el turismo, porque hay muchas otras historias en la Madrid que siente y vive el inmigrante o el español que decide radicarse en ella.
No deja de parecer, de esta forma, una escritura no salida de las entrañas de un proceso creativo genuino, sino más preocupada por reseñar lugares y gastronomía local. Así es incluso cuando la chica peruana viaja a Barcelona: tiene que hablar, obvio, de Gaudí, el Park Güell, las Ramblas, y las plazas icónicas y barrios más relevantes. La pregunta que un lector más exigente le haría a Cueto es: ¿nos interesa repetir la información de una guía turística –que, estoy seguro, contiene mejor información que la novela sobre lo más adecuado para hacer en Barcelona– que explorar tal vez un poco más sobre las mismas ciudades, buscando recovecos, sitios distintos? O, por qué no, que el escritor opte por hablar más sutilmente sobre el espacio geográfico y ahonde más en ese padre de sangre español que logra Aurora finalmente encontrar en Madrid.
Esa tensión que crea Cueto desde el inicio es, sí, un gancho efectivo. Todos nos preguntamos por lo que sucederá una vez encuentre a su padre. No obstante, más de media novela –la que transcurre en España– no deja de ser un intercambio de pareceres y culturas.
La novela, estoy seguro, tiene que ir más allá de decir que Aurora es peruana y qué rico el pisco sour o ven te enseño una artesanía cusqueña, y que los amigos o el padre que conoce en España digan que la invitan a una caña o que le hablen de las fiestas típicas de Valencia y cosas así. Lo que produce todo lo anterior es que uno termine pensando que está leyendo ya no solo una guía turística, sino una cartilla sobre historia de España o Perú, según quien esté hablando.
No estoy diciendo que no deba hablarse sobre las costumbres de un país o una ciudad en la literatura, faltaba más, solo que se agradece que la buena narrativa no se convierta en un folletín promocional de viajes, y en la novela Palabras de otro lado es constante esa sensación, se percibe como un forzamiento, una necesidad loca de mencionar a Montjuic porque sí, porque es lo que todo turista conoce en Barcelona. En una buena novela debe pesar mucho más el argumento, el eje, lo que jalona la historia, que el hecho de que su protagonista esté o no en París, si va al Museo del Louvre o al Prado, o si está en Puerta del Sol. Aunque, claro, el argumento nos devuelve de nuevo al culebrón, tal como anuncié al inicio.
No conozco mayor cosa de la Editorial Sial Pigmalión. Acaso que su sede es en Madrid. Llegué por curiosidad -algunas veces ser curioso tiene consecuencias…- a la novela La buhardilla iluminada, del escritor Fabio Martínez.
No conozco mayor cosa de la Editorial Sial Pigmalión. Acaso que su sede es en Madrid. Llegué por curiosidad -algunas veces ser curioso tiene consecuencias…- a la novela La buhardilla iluminada, del escritor Fabio Martínez.
No es lo mismo pegar tu vida de un corcho con chinchetas que pegarla sobre una hoja de papel kimberly color sepia, conseguir un bello marco caoba y enmarcarla protegida por un vidrio, como esos miles de títulos que uno ve enmarcados en los consultorios de los médicos y abogados. Mi vida está pegada con una chincheta sobre un corcho, y sí, no es igual, aunque hacerlo de esta forma trae grandes ventajas, como el hecho de quitarla y ponerla a mi antojo, cambiarla a diario sin mayores trabajos. Despegas la chincheta y pones otra vida nueva, más linda. Practicidad.
Fragmento de la novela Azares, José Ignacio Escobar
La luz siempre encendida hasta altas horas de la madrugada. Mi vista siempre buscando esa complicidad con aquel habitante anónimo, quien, como yo, necesitaba las madrugadas para algo
La luz siempre encendida hasta altas horas de la madrugada. Mi vista siempre buscando esa complicidad con aquel habitante anónimo, quien, como yo, necesitaba las madrugadas para algo. Mientras yo pensaba con minucia todos mis movimientos —por ese entonces andaba obsesionado con la conciencia del ser—, las luces de ambas habitaciones siempre andaban encendidas. Yo rascándome una oreja, orinando, secando mi cabello con la toalla, meditando cada paso, el por qué hacer ciertas cosas, por qué no solo ser. Pero ya desde el mismo acto de asomarme a mi ventana y ver su habitación con luz, era un hacer que no pensaba. Lo hacía.
Supuse que se trataba de un dibujante, y que pasaba horas enteras sentado en su escritorio —con una lámpara prendida— garrapateando figuras de hombres solos y abandonados. Lo imaginaba con un lápiz o carboncillo tratando de que los hombrecillos surgieran de la nada, y fuesen adquiriendo contornos ajados, cabezas reclinadas sobre un mostrador junto a una cerveza vacía.
Pasó mucho tiempo antes de decidirme. ¡Cuánta impaciencia me colmaba por descifrar el enigma! Por confirmar mis elucubraciones o, por el contrario, llevarme una sorpresa al toparme con un ser totalmente corriente, insomne quizás. Un viejo engreído, olvidado, una mujer soltera y triste, qué se yo. Sabía su ubicación exacta: el último piso de la torre frente a mi edificio.
Antes de mi incursión, de mi intromisión en esa vida anónima, debía pensar qué era lo más conveniente en cuanto al horario de la visita. Porque no es lo mismo que te visiten al mediodía, que en la tranquila y solitaria hora de las dos de la mañana. No tienes igual actitud. Sin embargo, me parecía incómodo tocar un timbre a esa hora. Podría significar para este vecino —aun cuando anduviera todavía en el mundo de los activos— una verdadera, ahora sí, falta de respeto. De todas formas, lo que deseaba era abordarlo a estas horas en que los anhelos, las frustraciones, la actividad creadora surgen, estallan como la aurora de rosáceos dedos emerge del cielo cada día.
Supe entonces que, pasase lo que pasase, debía ir a su encuentro en la madrugada. Me preparé esa noche auscultando mi cuerpo y teniendo una conciencia amarga de cada movimiento. ¿Por qué peinar mi cabello? ¿Por qué cortarme las uñas? ¿Para qué tomarme un vaso de jugo? Y, sin embargo, lo hacía. Para mi descontento. Lo que más me aterrorizaba era el pensarlo en el mismo instante de la acción misma. Sabía, además, que ese pensar el hacer no me ocurría en presencia de otros. Solo en mi apartamento de soltero me llegaban estas preocupaciones. Cuando actuaba en presencia de otros, lo hacía porque así debía ser. Debía comprar comida. Debía pagar cuentas. Debía salir a dar un paseo para refrescar mi mente y mis pulmones de los encierros en que me sumergía. Yo actúo ante los demás. En cambio, en presencia de mi sombra puedo hasta juzgar esa acción. No hay juicio en el momento mismo del acto cuando estoy en sociedad. El juicio viene a posteriori, pudiendo efectuarse unos cuantos segundos después, pero al fin y al cabo luego.
Desde la una de la madrugada me levanté de la cama y estuve por espacio de media hora erguido en mi ventana espiando ese resquicio de vida (había noches encantadoras en que solo nuestras dos alcobas estaban encendidas. Entonces los edificios se veían cubiertos por una gran capa de cemento, con dos heridas luminosas, una en cada torre). No pude aguantar las ansias —ya la decisión estaba tomada— y abrí mi puerta y me marché. Estuve dubitativo al momento de timbrar. ¿Sería mejor hacer esto o tocar cuidadosamente con los nudillos, de manera diplomática? Agaché mi cabeza y no vi luz alguna dentro. Bueno, me dije, lo peor que pudiera pasar era despertar al vecino —un trastornado incapaz de dormir con la luz apagada— y me escupiera un insulto dando un portazo de despedida. Sí, era lo peor. Timbré. Nada. Volví al timbre insolentemente. Nada. Dudé si hacerlo por tercera vez. Esperé unos segundos. Tal vez se estaba arreglando un poco para no atender demasiado ligero de aspecto. A los diez segundos volví a la carga. Esta vez funcionó, aun cuando lo hice sin pensar, pegado al timbre por más de cinco segundos. No tuve pena, sin embargo. Porque cuando vi que una mano muy delgada me condujo hasta ese rostro afable que esbozaba una sonrisa y me decía en qué me podía servir —¿no está algo tarde?— sentí que no había sido en vano esta visita.
—Buenas noches, señor —le dije poniendo mi mejor cara—. La verdad es que soy su vecino, de la torre del frente, y quisiera —en ese instante, esa fracción de segundo, no pensé nada: mente en blanco— que habláramos ¿estará ocupado?
—Un poco… Pero ¿de qué quiere hablar a esta hora?
—Nada en especial —le contesté—. Solo sé que usted aprovecha mucho las madrugadas —y se lo dije siguiendo con mi tono amistoso—. Verá, mi alcoba queda justo al frente de la suya, y yo, cada madrugada, observo que usted también se duerme tarde. Solo quisiera compartir algo con usted de lo que hace.
—Pues, mire —me dijo ya no tan afable, pero abriendo más la puerta con la intención de hacerme pasar—. Es algo raro esta visita. Sin embargo, pase, que, como ya lo afirmó usted, soy un poco insomne.
Era un apartamento poco ordenado. La sala y el comedor tenían un aspecto descuidado, algunos calcetines tirados, vasos, ceniceros, revistas, todo por el suelo. Me dijo que siguiera al estudio, que su alcoba estaba algo desordenada. Imaginé entonces que era preferible este lugar.
Una vez tomamos asiento en su estudio, me dijo:
—¿Usted qué hace?
—Cuando estoy solo, pensar en cada movimiento que efectúo. Cuando estoy con alguien, es decir, en este instante, puedo dejarme llevar por una conversación. Mejor dicho: cuando no estoy solo actúo.
Le pregunté sobre su quehacer, pues quería salir de mi eterna duda sobre porqué tenía esa luz encendida siempre, la que acompañaba mis madrugadas diarias.
—Yo desde hace unos años solo puedo dedicarme a contar el tiempo —me respondió.
Vaya ocupación, me dije. Todas mis hipótesis se habían venido al piso, pues lo que menos había encontrado era un artista.
—¿Y no le parece algo enloquecedor? —le pregunté.
—Sí —repuso—. En cierta forma sí. Pero lo es más para mi interlocutor que para mí mismo. Me distrae bastante hacerlo.
—Yo me distraigo pensando —dije—. Pero no espero hacerlo toda la vida.
—No se trata de eso —dijo con una sonrisa burlona—. Es imposible deshacerte de ello. Te lo digo yo que ya tengo mis años y alguna vez tuve la esperanza de ponerle fin a ese conteo.
Le dije que era cuestión de querer dejar de hacerlo. Llegaría un punto en que la conciencia misma te pediría abandonar eso y dedicarte a disfrutar las cosas. Al parecer no estuvo de acuerdo, pues negó con la cabeza un buen rato.
—Siempre se sale de las manos —anotó.
Arguyó que no era cuestión de quererlo o no, que era una fuerza superior lo que te conminaba a hacerlo. No habría medicina sobre la tierra ni tratamientos psicológicos que te alejaran de ello. Si estaba en tu sino, no había nada contra eso. Me dijo, además, que los antepasados se regían por ello y que estaban a merced de los dioses, fueran Palas Atenea, Febo Apolo, etc. Que hoy en día no llevaban estos nombres, pero que seguían allí manejándonos como títeres, quitándonos o brindado valor. Estábamos a merced de ese hado. Le pregunté, entonces, el porqué de sus madrugadas en vela, que era finalmente por lo que había ido:
—Los amaneceres son las horas que transcurren más sosegadamente —me dijo—. Dentro de mi ocupación absurda, esas horas son las que más disfruto. ¡No sabes lo que es contar cada segundo de paz y tranquilidad! ¡De brisa fresca! ¡De aromas penetrantes! Si por mí fuera, que el sol no salga y que no existan mañanas ni tardes. Solo quisiera contar las horas, desde la medianoche hasta antes de la aurora.
Luego dijo que me imaginara la noche eterna. ¿Habría preocupación por contar el tiempo? Tal vez no, dijo. ¿Para qué saber si eran las doce, la una, las dos, si siempre tendríamos oscuridad a nuestro alrededor? Dijo que para él sería el mundo perfecto, pues podría dedicarse a vivir, mientras otros se preocupaban por saber inútilmente qué horas eran, o si ya estaba más tarde o más temprano. ¿Tarde para qué?, preguntó. ¿Temprano para qué? Estas nociones quedarían abolidas, dijo.
Se empezó a adormecer y dijo que me retirara, que estaba cansado de la conversación. Me pidió que volviese, pues le había agradado la visita. Lo dejé sentado. Me pidió que le apagara la luz.
El mes siguiente la visita estuvo amarga. Empezó a ponerse melancólico con lo que me narraba de su vida pasada. Me dijo, entre otras cosas, que había tenido muchos oficios desde joven. Había construido casas, había sido ayudante en un puesto de la Cruz Roja durante una masacre en el Putumayo. Aprendió a trabajar la tierra, vivió en el campo, tuvo esposa, hijos, fue buen hijo, de repente quiso dedicarse a los negocios, hizo algunos y quebró luego, absolvió a culpables en uno que otro juicio, se había dedicado a las artes unos años pintando mareas imposibles, selvas espesas y tenebrosas, había tocado en el piano los nocturnos de Chopin a altas horas de la madrugada y se había creído inmortal por ello. Intentó asir su vida a religiones y sectas. Incursionó en el hedonismo un tiempo pensando que el cuerpo era una fuente de liberación. Esculpió obras magníficas, por momentos creyó olvidarse del tiempo al lado del cuerpo cálido de una mujer. Todo lo realizado, sin embargo, ahora, después de tantos años, era para él algo desquiciante, pues seguía con ese vacío. Allí fue cuando lo conminé:
—¿Y el amor? El universal, digo, no el de una mujer.
—Creí que me colmaba —dijo—. Eso fue por allá a mis treinta años. Pero es imposible ver el amor sin pensar en una mujer. Si tuve algo de eso, fue a través de ella.
—¿Y qué pudo haber faltado? —pregunté.
—¡Qué se yo! ¡Es tan compleja la vida! Alguien decía que la vida era lo que transcurría mientras uno hacía otras cosas.
Se echó a llorar. Yo no pude más que observar. Temí acercarme o pasarle una mano por la espalda. Aún no había confianza suficiente. Cuando paró su llanto, alzó su cabeza y dijo:
—Algún otro vive mi vida mientras yo me preocupo porque las horas pasen y no dejen nada en mí. Es aterrador.
Luego, dejando a un lado la angustia, prosiguió:
—Usted por lo menos piensa más que los demás. Usted por lo menos disfruta ese acto mismo de saber que su mano hace algo en un segundo, que besa los labios de una mujer o toca su mano.
—Es verdad —le dije—. Mientras no esté solo, me puedo olvidar de que existe un mundo alrededor que me observa.
—El problema mío es que, esté con quien esté, me sumerjo irremediablemente en este conteo. Por eso he decidido, los últimos años, no amargarle más la vida a los demás y enloquecer solo.
Justo en el momento se quedó dormido y decidí que era conveniente marcharme. Apagué la luz de su cuarto y regresé a mi guarida.
La tercera visita la hice un lunes aterrador. Digo aterrador, pues ya sabrán que es el primer día de la semana, cuando uno aún no ha terminado de reponerse del fin de semana y de repente te chocas con el día en que todo empieza de nuevo. Ese empezar es lo que hace tan difícil, algunas veces, la vida. Quisiera que nunca acabara la semana, que el goce se extendiera por más rato, que la no actividad se alongara hasta un infinito.
Acudí a medianoche. Timbré y, sorprendentemente, lo vi diferente. Al parecer no le hacían efecto los lunes. Me hizo una venía para que siguiera hasta su estudio. Tomamos asiento. Tomó un cigarrillo de una mesa, lo encendió, y comenzó esta vez con algo inquietante:
—Me quiero deshacer del tiempo —dijo. Emitió un suspiro, tragó una bocanada de humo, y prosiguió—. ¡Es tan fácil hacerlo! No sé por qué no lo he hecho.
—Y, ¿cómo lo va a realizar? Hasta donde sé, en cualquier rincón del planeta existe el tiempo.
—Llevo tantos años esperando ese momento —siguió como si no me hubiera escuchado—. Solo espero algo…
—No le entiendo —dije por fin.
Hubo un silencio en la penumbra de la alcoba que me dejó petrificado. Él seguía mirando hacia la ventana fijamente. No se había movido más que para inclinar su dedo en el cenicero y depositar los restos de su eterno cigarrillo.
—¿No se cansa de pensar tanto en lo que hace? De repente yo ya habría enloquecido. Aunque, pensándolo bien, dirá que estoy más loco que usted cuando yo solo me ocupo en contar el tiempo.
Me levanté de la silla y, mirando por la ventana hacia mi alcoba, le dije:
David Yerga. Flickr.com
—Está apagada. Pero, ahora, en un rato, volverá a encenderse, pues estaré de nuevo allá, pensando que la habitación suya está encendida y estará usted con lo de siempre, contando… infinitamente.
—Ya lo tengo planeado —dijo. Terminó su cigarrillo, apagó la colilla y fue como si ese terminar fuese el detonante de una decisión aplazada por años—. Si puedes, regresa en una semana. Por hoy estoy cansado de hablar.
Y se quedó dormido como si nada en su silla.
No tuve otra alternativa que salir de su casa.
El lunes estuve en su casa a las tres de la mañana en punto. Me abrió como siempre muy cordial y me invitó a pasar al estudio. Estaba tranquilo y no había presencia de colillas ni desorden por ningún lado del apartamento. Me extrañó ver todo tan pulcro. Una vez tomé asiento en su escritorio, dijo:
—Mira, esto es lo que voy a hacer. Primero le explicaré rápidamente qué voy a alcanzar con lo que haré. Luego, usted me ayudará a hacerlo. Espero, claro está, que no lo dude.
¡Empezó a parecerme todo tan extraño…! Él estaba vestido formalmente con sus pantalones de lino, camisa blanca perfectamente planchada, había cortado una espesa barba, que llevaba desde el primer día de la visita, y el cabello estaba engominado y peinado hacia atrás (antes lucía los mechones desordenados, todos mirando hacia diferentes partes de la cabeza).
—Desde mis veinte años he esperado algo más de la vida. Como ya le conté antes, tuve miles de ocupaciones, mujeres, amigos, todo cuanto puede tener un hombre en la tierra y nunca llegué a encontrar eso que me llenara. No sé si con esto lo logre, espero que sí. Me desharé del tiempo eterno, agrio, pesado.
—Vuelvo a lo que le dije la semana pasada —dije un poco preocupado—. ¿Cómo saber que obtendrá lo que quiere?
—La única manera —dijo— es haciéndolo.
Avanzó hacia la ventana, miró la noche fría, auscultó el cielo rápidamente, respiró el aire cargado de aroma de pinos y me pidió:
—Solo necesito que me empujes… Solo eso. Yo, inevitablemente, me quedaría al borde toda la vida si nadie viniese en mi ayuda.
Cogió una silla, subió a ella y allí, con los brazos abiertos, dijo:
—Hazlo ahora.
Comprendí todo. No puse objeciones, no quise saber nada sobre razones más profundas, no quise exhortarlo a no hacerlo. Sabía que era un acto de amor… y lo hice. Pensé, en el mismo segundo que mi mano derecha empujó su espalda, lo que hacía. Por primera vez en mucho tiempo pensaba las cosas en el instante mismo en que sucedían, aún estando a su lado. No actué. Sabía que esa mano estaba saliendo con plena conciencia hacia una espalda y que le estaba ayudando a un hombre a ser libre. Vi cómo voló cual ángel desde ese décimo piso y cayó a la calle. Me pareció escuchar en el eco de la noche oscura cómo él contaba los últimos momentos de lo que había sido un estar, un actuar, y empezaba a entrar a un territorio en que no habría tiempo que contar. Su noche infinita.
Medellín, abril de 2006
* «Noche sin fin», hace parte del libro Historia de un hombre que soñó, de José Ignacio Escobar (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2010).