Los perseguidores*

Sobre la mesa hay un revólver negro, una metralleta corta y una pistola plateada. A mi derecha, tío Alfonso. A mi izquierda, primo Andrés

Sobre la mesa hay un revólver negro, una metralleta corta y una pistola plateada. A mi derecha, tío Alfonso. A mi izquierda, primo Andrés. Vinimos a hacerle la visita a este apartamento, en un piso veinticinco, en un edificio del centro de la ciudad, para que se dé cuenta de que él nos importa. Para que, cuando todo haya pasado, nos vuelva a llevar de nuevo a la finca de Montería, donde primo Andrés y yo nos divertimos tanto.

Cuando entramos, hace ya más de una hora, nos encontramos con dos rejas con doble candado, una antes de la puerta de madera, otra tras esta.

–La cosa está grave –le dije entonces a primo Andrés.

Tío Alfonso es un hombre de baja estatura, barriga prominente, cejas espesas, patillas largas y canosas, cabello corto y bien peinado hacia atrás. Es ganadero hace muchos años. La finca de Montería tiene más de mil hectáreas, y produce dinero en cantidades. A esa finca, algunas vacaciones, hemos ido toda la familia Isaza a descansar.

Hoy también está el administrador de la finca. Se llama Aldemiro. Hombre alto, de un metro ochenta, brazos fuertes (algunas veces que veía sus brazos intentaba compararlos con los míos, débiles, e intentaba una aproximación en proporciones: eran cinco veces más gruesos que los míos), cabello corto, ensortijado, bigote mal cortado, amplia boca y piel trigueña.

Aldemiro está yendo y viniendo de Montería a Medellín, vigilando, siguiéndole los pasos a los perseguidores.

Le hablamos, a tío Alfonso, primo Andrés y yo, de lo común: fútbol, política, vacas. Todos temas que él tolera. Claro que primo Andrés sabe mucho más de todo que yo. Yo solo estoy estupefacto ante la vista de las armas, que, por momentos, tío Alfonso coge y manipula con destreza. Pregunta:

–¿Las quieren ver?

Primo Andrés, obediente, intenta dos o tres maniobras de pistolero experto con ellas. Sé que simula, y le digo a tío Alfonso que no me gustan las armas.

–Es por seguridad, no más –dice–. Donde esos hijueputas les dé por venir acá, abro la puerta y desde la reja los enciendo a plomo ventiado.

Aldemiro ríe y veo su mirada perdida en el techo, como queriendo imaginarse esa escena, que tal vez solo ha presenciado en películas de los años ochenta que pasan a cada rato por los canales nacionales. Él está orgulloso, por estos días, de ser prácticamente el guardaespaldas principal de tío Alfonso.

Socorro sale de la cocina y le pregunta a tío Alfonso que si no han vuelto a llamar.

–Tienen miedo –dice él.

Entonces ella, fiel esposa, dice que ya está el almuerzo, y sale ufana, de nuevo, hacia la cocina, segura de poseer un marido valiente.

En un momento voy a ver a la ventana. Me da vértigo mirar hacia el primer piso, porque creo que voy a caer. Ya le he preguntado mucho a Socorro que si hay un temblor de tierra, ¿qué hacen ellos? Tienen todas las de perder porque mientras bajan veinticinco pisos ya se ha venido todo al piso. Ella no es nerviosa, responde ante mi susto.

Hacia la derecha, y en la montaña oriental, se ve mi colegio. Allá voy a estudiar de lunes a viernes, en horario de siete de la mañana a una de la tarde. Es una construcción grande, blanca, cuadrada, todo semeja una cárcel de máxima seguridad. Aldemiro habla por teléfono en el balcón. Le tienen noticias de la finca. Al colgar, vuelve a la mesa del comedor.

–Don Alfonso, no todo es color de rosa.

–No me diga…

–Se llevaron un ganado. Anoche. Al parecer llegaron con un camión y lo cargaron en dos horas. Doscientas cabezas, don.

–Pero estos hi-jue-pu-tas que están vigilando si no sirven es pa’ mierda, ¿no?

–Ay, don Alfonso, hasta los untarían a ellos también –dice Aldemiro.

–Lo que quieren es darse importancia. Hacerme saber que están bien preparados. Dejemos eso para después.

Primo Andrés intenta poner el tema del partido de ayer sábado, pero ya tío Alfonso está desenchufado. Habla de dos o tres delanteros que jugaron bien, y luego calla. Primo Andrés ya no sabe de qué hablar. Yo callo y espero que tía Socorro llegue con el almuerzo.

Sopa, carne de res, ensalada, papas al vapor, arroz, vaso de leche y bocadillo. Comemos en silencio. Ahora las armas están en el sofá. Ordenadas de mayor a menor tamaño. No puedo dejar de mirarlas. Afortunadamente lo hago sin que nadie note mi fascinación o repugnancia, según los gestos que tengo.

–Esta semana han llamado tres veces –dice tía Socorro–. No siempre he contestado yo. Lucha respondió una. Cuando me transmitió el mensaje estaba pálida, y eso que esto es difícil para una chocoana –y emite una sonrisita. Tío Alfonso la sigue.

–Todos los teléfonos están rastreados por la Fiscalía, mija –dice tío Alfonso–. ¡Ellos, por lo menos ellos hacen bien su trabajo, así otros se descuiden! –y mira de soslayo a Aldemiro.

–Don, usted sabe que la gente pobre como nosotros necesita platica, algunas veces más de lo que nos ofrecen.

–Usted de qué se queja, Aldemiro –dice tía Socorro–. ¿Le confieso algo? Usted vive mejor que muchos de mi familia, que a ratos no tienen ni para el arroz.

–Mejor me quedo callado, doña Socorro –dice Aldemiro–. No vaya y se me salga la lengua muy larga y la ofenda.

–Cuidadito…

Terminamos el almuerzo y tía Socorro retira los platos. Tío Alfonso abre su bocadillo, deja el envoltorio de hoja de palma al borde del plato, y toma su vaso de leche. Lo ingiere con fruición, y cada que toma un sorbo su lengua chasquea el paladar, como queriendo hacer saber que lo disfruta al extremo.

–Yo mañana viajo a Montería, don Alfonso, a primera hora, y empiezo a investigar. No se preocupe.

–Es que yo no me preocupo –dice tío Alfonso–. Doscientas cabezas más, doscientas menos… Lo que importa es la vida, Aldemiro. Mientras estemos vivos podemos devolverles todo el daño que hagan. No es si no que aparezcan por esta puerta, y vea, Esteban –se dirige por primera vez a mí–, los enciendo es a plomo, y los dejo llenos de huecos, que no se les distinga ni el rostro cuando vengan a hacer los levantamientos.

Luego le da unas órdenes a Aldemiro. Le dice que tiene que llevar unas alforjas, unas sillas de montar, dinero para darles a unos trabajadores. También dice que le compre el VHS a doña Isabel, una vieja del pueblo amiga suya, que se quedó viuda y sin el único hijo hace poco, en la última toma guerrillera.

–No se le olvide ese VHS. Mire que esa señora ha sido muy buena conmigo. Creo que hasta habla con los “muchachos” para que no me jodan mucho.

En este confinamiento tío Alfonso lleva más de un mes. Cada que va a salir (que no son muchas las veces), se pone su chaleco antibalas, llama a portería para que vigilen escalas y ascensores, aguza su oído, se mete su revolver al cinto, Aldemiro hace lo mismo, y salen como par cowboys de película norteamericana, dispuestos a batirse con el que se interponga en el camino.

Al mercado, por ejemplo, no volvió. Y cuando sale, no demora más de dos horas. Hace las diligencias, y muy pronto regresa en su Renault al edificio. Aldemiro está viajando por estos días en avioneta a Montería. Cada cinco o seis días viene a Medellín, trae noticias, dinero, cartas, información. Tío Alfonso dirige, vuelve y manda, da órdenes y reparte el dinero necesario para tener a todos a raya. Para que no lo molesten más de lo necesario.

Al final de la tarde siento que ya primo Andrés y yo somos un adorno más de la casa. Podríamos salir, abrir las dos rejas con sus dobles candados, dar un portazo, y tío Alfonso, Aldemiro y tía Socorro seguirían allí, en la mesa, hablando, él cogiendo por momentos su pistola, poniendo unas balas en ella, apuntando al vacío, diciendo lo que va a hacer cuando ellos aparezcan. Aldemiro con cara de preocupación por lo que irá a venir, y, finalmente, tía Socorro orgullosa de estar casada con un ganadero acaudalado. Le digo por lo bajo a primo Andrés:

–¿Vamos?

–Esperate un momento –dice.

Toma una postura recta en su silla, cuello erguido, mirada altiva, y se dirige a tío Alfonso:

–Y qué, tío, ¿cuándo volvemos a Montería?

Tío Alfonso deja su revolver sobre la mesa, luego toma la mini uzi, uno de los últimos modelos, y apunta a primo Andrés.

–Así me verán –dice– cuando me los encuentre, y…

*“Los perseguidores” hace parte del libro Tiempo de zozobra, XII Concurso Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán, Gobernación del Norte de Santander, Cúcuta, 2010.