Noche sin fin*

La luz siempre encendida hasta altas horas de la madrugada. Mi vista siempre buscando esa complicidad con aquel habitante anónimo, quien, como yo, necesitaba las madrugadas para algo

La luz siempre encendida hasta altas horas de la madrugada. Mi vista siempre buscando esa complicidad con aquel habitante anónimo, quien, como yo, necesitaba las madrugadas para algo. Mientras yo pensaba con minucia todos mis movimientos —por ese entonces andaba obsesionado con la conciencia del ser—, las luces de ambas habitaciones siempre andaban encendidas. Yo rascándome una oreja, orinando, secando mi cabello con la toalla, meditando cada paso, el por qué hacer ciertas cosas, por qué no solo ser. Pero ya desde el mismo acto de asomarme a mi ventana y ver su habitación con luz, era un hacer que no pensaba. Lo hacía.

Supuse que se trataba de un dibujante, y que pasaba horas enteras sentado en su escritorio —con una lámpara prendida— garrapateando figuras de hombres solos y abandonados. Lo imaginaba con un lápiz o carboncillo tratando de que los hombrecillos surgieran de la nada, y fuesen adquiriendo contornos ajados, cabezas reclinadas sobre un mostrador junto a una cerveza vacía.

Pasó mucho tiempo antes de decidirme. ¡Cuánta impaciencia me colmaba por descifrar el enigma! Por confirmar mis elucubraciones o, por el contrario, llevarme una sorpresa al toparme con un ser totalmente corriente, insomne quizás. Un viejo engreído, olvidado, una mujer soltera y triste, qué se yo. Sabía su ubicación exacta: el último piso de la torre frente a mi edificio.

Antes de mi incursión, de mi intromisión en esa vida anónima, debía pensar qué era lo más conveniente en cuanto al horario de la visita. Porque no es lo mismo que te visiten al mediodía, que en la tranquila y solitaria hora de las dos de la mañana. No tienes igual actitud. Sin embargo, me parecía incómodo tocar un timbre a esa hora. Podría significar para este vecino —aun cuando anduviera todavía en el mundo de los activos— una verdadera, ahora sí, falta de respeto. De todas formas, lo que deseaba era abordarlo a estas horas en que los anhelos, las frustraciones, la actividad creadora surgen, estallan como la aurora de rosáceos dedos emerge del cielo cada día.

Supe entonces que, pasase lo que pasase, debía ir a su encuentro en la madrugada. Me preparé esa noche auscultando mi cuerpo y teniendo una conciencia amarga de cada movimiento. ¿Por qué peinar mi cabello? ¿Por qué cortarme las uñas? ¿Para qué tomarme un vaso de jugo? Y, sin embargo, lo hacía. Para mi descontento. Lo que más me aterrorizaba era el pensarlo en el mismo instante de la acción misma. Sabía, además, que ese pensar el hacer no me ocurría en presencia de otros. Solo en mi apartamento de soltero me llegaban estas preocupaciones. Cuando actuaba en presencia de otros, lo hacía porque así debía ser. Debía comprar comida. Debía pagar cuentas. Debía salir a dar un paseo para refrescar mi mente y mis pulmones de los encierros en que me sumergía. Yo actúo ante los demás. En cambio, en presencia de mi sombra puedo hasta juzgar esa acción. No hay juicio en el momento mismo del acto cuando estoy en sociedad. El juicio viene a posteriori, pudiendo efectuarse unos cuantos segundos después, pero al fin y al cabo luego.

Desde la una de la madrugada me levanté de la cama y estuve por espacio de media hora erguido en mi ventana espiando ese resquicio de vida (había noches encantadoras en que solo nuestras dos alcobas estaban encendidas. Entonces los edificios se veían cubiertos por una gran capa de cemento, con dos heridas luminosas, una en cada torre). No pude aguantar las ansias —ya la decisión estaba tomada— y abrí mi puerta y me marché. Estuve dubitativo al momento de timbrar. ¿Sería mejor hacer esto o tocar cuidadosamente con los nudillos, de manera diplomática? Agaché mi cabeza y no vi luz alguna dentro. Bueno, me dije, lo peor que pudiera pasar era despertar al vecino —un trastornado incapaz de dormir con la luz apagada— y me escupiera un insulto dando un portazo de despedida. Sí, era lo peor. Timbré. Nada. Volví al timbre insolentemente. Nada. Dudé si hacerlo por tercera vez. Esperé unos segundos. Tal vez se estaba arreglando un poco para no atender demasiado ligero de aspecto. A los diez segundos volví a la carga. Esta vez funcionó, aun cuando lo hice sin pensar, pegado al timbre por más de cinco segundos. No tuve pena, sin embargo. Porque cuando vi que una mano muy delgada me condujo hasta ese rostro afable que esbozaba una sonrisa y me decía en qué me podía servir —¿no está algo tarde?— sentí que no había sido en vano esta visita.

—Buenas noches, señor —le dije poniendo mi mejor cara—. La verdad es que soy su vecino, de la torre del frente, y quisiera —en ese instante, esa fracción de segundo, no pensé nada: mente en blanco— que habláramos ¿estará ocupado?

—Un poco… Pero ¿de qué quiere hablar a esta hora?

—Nada en especial —le contesté—. Solo sé que usted aprovecha mucho las madrugadas —y se lo dije siguiendo con mi tono amistoso—. Verá, mi alcoba queda justo al frente de la suya, y yo, cada madrugada, observo que usted también se duerme tarde. Solo quisiera compartir algo con usted de lo que hace.

—Pues, mire —me dijo ya no tan afable, pero abriendo más la puerta con la intención de hacerme pasar—. Es algo raro esta visita. Sin embargo, pase, que, como ya lo afirmó usted, soy un poco insomne.

Era un apartamento poco ordenado. La sala y el comedor tenían un aspecto descuidado, algunos calcetines tirados, vasos, ceniceros, revistas, todo por el suelo. Me dijo que siguiera al estudio, que su alcoba estaba algo desordenada. Imaginé entonces que era preferible este lugar.

Una vez tomamos asiento en su estudio, me dijo:

—¿Usted qué hace?

—Cuando estoy solo, pensar en cada movimiento que efectúo. Cuando estoy con alguien, es decir, en este instante, puedo dejarme llevar por una conversación. Mejor dicho: cuando no estoy solo actúo.

Le pregunté sobre su quehacer, pues quería salir de mi eterna duda sobre porqué tenía esa luz encendida siempre, la que acompañaba mis madrugadas diarias.

—Yo desde hace unos años solo puedo dedicarme a contar el tiempo —me respondió.

Nooche sin finVaya ocupación, me dije. Todas mis hipótesis se habían venido al piso, pues lo que menos había encontrado era un artista.

—¿Y no le parece algo enloquecedor? —le pregunté.

—Sí —repuso—. En cierta forma sí. Pero lo es más para mi interlocutor que para mí mismo. Me distrae bastante hacerlo.

—Yo me distraigo pensando —dije—. Pero no espero hacerlo toda la vida.

—No se trata de eso —dijo con una sonrisa burlona—. Es imposible deshacerte de ello. Te lo digo yo que ya tengo mis años y alguna vez tuve la esperanza de ponerle fin a ese conteo.

Le dije que era cuestión de querer dejar de hacerlo. Llegaría un punto en que la conciencia misma te pediría abandonar eso y dedicarte a disfrutar las cosas. Al parecer no estuvo de acuerdo, pues negó con la cabeza un buen rato.

—Siempre se sale de las manos —anotó.

Arguyó que no era cuestión de quererlo o no, que era una fuerza superior lo que te conminaba a hacerlo. No habría medicina sobre la tierra ni tratamientos psicológicos que te alejaran de ello. Si estaba en tu sino, no había nada contra eso. Me dijo, además, que los antepasados se regían por ello y que estaban a merced de los dioses, fueran Palas Atenea, Febo Apolo, etc. Que hoy en día no llevaban estos nombres, pero que seguían allí manejándonos como títeres, quitándonos o brindado valor. Estábamos a merced de ese hado. Le pregunté, entonces, el porqué de sus madrugadas en vela, que era finalmente por lo que había ido:

—Los amaneceres son las horas que transcurren más sosegadamente —me dijo—. Dentro de mi ocupación absurda, esas horas son las que más disfruto. ¡No sabes lo que es contar cada segundo de paz y tranquilidad! ¡De brisa fresca! ¡De aromas penetrantes! Si por mí fuera, que el sol no salga y que no existan mañanas ni tardes. Solo quisiera contar las horas, desde la medianoche hasta antes de la aurora.

Luego dijo que me imaginara la noche eterna. ¿Habría preocupación por contar el tiempo? Tal vez no, dijo. ¿Para qué saber si eran las doce, la una, las dos, si siempre tendríamos oscuridad a nuestro alrededor? Dijo que para él sería el mundo perfecto, pues podría dedicarse a vivir, mientras otros se preocupaban por saber inútilmente qué horas eran, o si ya estaba más tarde o más temprano. ¿Tarde para qué?, preguntó. ¿Temprano para qué? Estas nociones quedarían abolidas, dijo.

Se empezó a adormecer y dijo que me retirara, que estaba cansado de la conversación. Me pidió que volviese, pues le había agradado la visita. Lo dejé sentado. Me pidió que le apagara la luz.

El mes siguiente la visita estuvo amarga. Empezó a ponerse melancólico con lo que me narraba de su vida pasada. Me dijo, entre otras cosas, que había tenido muchos oficios desde joven. Había construido casas, había sido ayudante en un puesto de la Cruz Roja durante una masacre en el Putumayo. Aprendió a trabajar la tierra, vivió en el campo, tuvo esposa, hijos, fue buen hijo, de repente quiso dedicarse a los negocios, hizo algunos y quebró luego, absolvió a culpables en uno que otro juicio, se había dedicado a las artes unos años pintando mareas imposibles, selvas espesas y tenebrosas, había tocado en el piano los nocturnos de Chopin a altas horas de la madrugada y se había creído inmortal por ello. Intentó asir su vida a religiones y sectas. Incursionó en el hedonismo un tiempo pensando que el cuerpo era una fuente de liberación. Esculpió obras magníficas, por momentos creyó olvidarse del tiempo al lado del cuerpo cálido de una mujer. Todo lo realizado, sin embargo, ahora, después de tantos años, era para él algo desquiciante, pues seguía con ese vacío. Allí fue cuando lo conminé:

—¿Y el amor? El universal, digo, no el de una mujer.

—Creí que me colmaba —dijo—. Eso fue por allá a mis treinta años. Pero es imposible ver el amor sin pensar en una mujer. Si tuve algo de eso, fue a través de ella.

—¿Y qué pudo haber faltado? —pregunté.

—¡Qué se yo! ¡Es tan compleja la vida! Alguien decía que la vida era lo que transcurría mientras uno hacía otras cosas.

Se echó a llorar. Yo no pude más que observar. Temí acercarme o pasarle una mano por la espalda. Aún no había confianza suficiente. Cuando paró su llanto, alzó su cabeza y dijo:

—Algún otro vive mi vida mientras yo me preocupo porque las horas pasen y no dejen nada en mí. Es aterrador.

Luego, dejando a un lado la angustia, prosiguió:

—Usted por lo menos piensa más que los demás. Usted por lo menos disfruta ese acto mismo de saber que su mano hace algo en un segundo, que besa los labios de una mujer o toca su mano.

—Es verdad —le dije—. Mientras no esté solo, me puedo olvidar de que existe un mundo alrededor que me observa.

—El problema mío es que, esté con quien esté, me sumerjo irremediablemente en este conteo. Por eso he decidido, los últimos años, no amargarle más la vida a los demás y enloquecer solo.

Justo en el momento se quedó dormido y decidí que era conveniente marcharme. Apagué la luz de su cuarto y regresé a mi guarida.

La tercera visita la hice un lunes aterrador. Digo aterrador, pues ya sabrán que es el primer día de la semana, cuando uno aún no ha terminado de reponerse del fin de semana y de repente te chocas con el día en que todo empieza de nuevo. Ese empezar es lo que hace tan difícil, algunas veces, la vida. Quisiera que nunca acabara la semana, que el goce se extendiera por más rato, que la no actividad se alongara hasta un infinito.

Acudí a medianoche. Timbré y, sorprendentemente, lo vi diferente. Al parecer no le hacían efecto los lunes. Me hizo una venía para que siguiera hasta su estudio. Tomamos asiento. Tomó un cigarrillo de una mesa, lo encendió, y comenzó esta vez con algo inquietante:

—Me quiero deshacer del tiempo —dijo. Emitió un suspiro, tragó una bocanada de humo, y prosiguió—. ¡Es tan fácil hacerlo! No sé por qué no lo he hecho.

—Y, ¿cómo lo va a realizar? Hasta donde sé, en cualquier rincón del planeta existe el tiempo.

—Llevo tantos años esperando ese momento —siguió como si no me hubiera escuchado—. Solo espero algo…

—No le entiendo —dije por fin.

Hubo un silencio en la penumbra de la alcoba que me dejó petrificado. Él seguía mirando hacia la ventana fijamente. No se había movido más que para inclinar su dedo en el cenicero y depositar los restos de su eterno cigarrillo.

—¿No se cansa de pensar tanto en lo que hace? De repente yo ya habría enloquecido. Aunque, pensándolo bien, dirá que estoy más loco que usted cuando yo solo me ocupo en contar el tiempo.

Me levanté de la silla y, mirando por la ventana hacia mi alcoba, le dije:

Hombre ventana
David Yerga. Flickr.com

—Está apagada. Pero, ahora, en un rato, volverá a encenderse, pues estaré de nuevo allá, pensando que la habitación suya está encendida y estará usted con lo de siempre, contando… infinitamente.

—Ya lo tengo planeado —dijo. Terminó su cigarrillo, apagó la colilla y fue como si ese terminar fuese el detonante de una decisión aplazada por años—. Si puedes, regresa en una semana. Por hoy estoy cansado de hablar.

Y se quedó dormido como si nada en su silla.

No tuve otra alternativa que salir de su casa.

El lunes estuve en su casa a las tres de la mañana en punto. Me abrió como siempre muy cordial y me invitó a pasar al estudio. Estaba tranquilo y no había presencia de colillas ni desorden por ningún lado del apartamento. Me extrañó ver todo tan pulcro. Una vez tomé asiento en su escritorio, dijo:

—Mira, esto es lo que voy a hacer. Primero le explicaré rápidamente qué voy a alcanzar con lo que haré. Luego, usted me ayudará a hacerlo. Espero, claro está, que no lo dude.

¡Empezó a parecerme todo tan extraño…! Él estaba vestido formalmente con sus pantalones de lino, camisa blanca perfectamente planchada, había cortado una espesa barba, que llevaba desde el primer día de la visita, y el cabello estaba engominado y peinado hacia atrás (antes lucía los mechones desordenados, todos mirando hacia diferentes partes de la cabeza).

—Desde mis veinte años he esperado algo más de la vida. Como ya le conté antes, tuve miles de ocupaciones, mujeres, amigos, todo cuanto puede tener un hombre en la tierra y nunca llegué a encontrar eso que me llenara. No sé si con esto lo logre, espero que sí. Me desharé del tiempo eterno, agrio, pesado.

—Vuelvo a lo que le dije la semana pasada —dije un poco preocupado—. ¿Cómo saber que obtendrá lo que quiere?

—La única manera —dijo— es haciéndolo.

Avanzó hacia la ventana, miró la noche fría, auscultó el cielo rápidamente, respiró el aire cargado de aroma de pinos y me pidió:

—Solo necesito que me empujes… Solo eso. Yo, inevitablemente, me quedaría al borde toda la vida si nadie viniese en mi ayuda.

Cogió una silla, subió a ella y allí, con los brazos abiertos, dijo:

—Hazlo ahora.

Comprendí todo. No puse objeciones, no quise saber nada sobre razones más profundas, no quise exhortarlo a no hacerlo. Sabía que era un acto de amor… y lo hice. Pensé, en el mismo segundo que mi mano derecha empujó su espalda, lo que hacía. Por primera vez en mucho tiempo pensaba las cosas en el instante mismo en que sucedían, aún estando a su lado. No actué. Sabía que esa mano estaba saliendo con plena conciencia hacia una espalda y que le estaba ayudando a un hombre a ser libre. Vi cómo voló cual ángel desde ese décimo piso y cayó a la calle. Me pareció escuchar en el eco de la noche oscura cómo él contaba los últimos momentos de lo que había sido un estar, un actuar, y empezaba a entrar a un territorio en que no habría tiempo que contar. Su noche infinita.

 

Medellín, abril de 2006

* «Noche sin fin», hace parte del libro Historia de un hombre que soñó, de José Ignacio Escobar (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2010).

Los perseguidores*

Sobre la mesa hay un revólver negro, una metralleta corta y una pistola plateada. A mi derecha, tío Alfonso. A mi izquierda, primo Andrés

Sobre la mesa hay un revólver negro, una metralleta corta y una pistola plateada. A mi derecha, tío Alfonso. A mi izquierda, primo Andrés. Vinimos a hacerle la visita a este apartamento, en un piso veinticinco, en un edificio del centro de la ciudad, para que se dé cuenta de que él nos importa. Para que, cuando todo haya pasado, nos vuelva a llevar de nuevo a la finca de Montería, donde primo Andrés y yo nos divertimos tanto.

Cuando entramos, hace ya más de una hora, nos encontramos con dos rejas con doble candado, una antes de la puerta de madera, otra tras esta.

–La cosa está grave –le dije entonces a primo Andrés.

Tío Alfonso es un hombre de baja estatura, barriga prominente, cejas espesas, patillas largas y canosas, cabello corto y bien peinado hacia atrás. Es ganadero hace muchos años. La finca de Montería tiene más de mil hectáreas, y produce dinero en cantidades. A esa finca, algunas vacaciones, hemos ido toda la familia Isaza a descansar.

Hoy también está el administrador de la finca. Se llama Aldemiro. Hombre alto, de un metro ochenta, brazos fuertes (algunas veces que veía sus brazos intentaba compararlos con los míos, débiles, e intentaba una aproximación en proporciones: eran cinco veces más gruesos que los míos), cabello corto, ensortijado, bigote mal cortado, amplia boca y piel trigueña.

Aldemiro está yendo y viniendo de Montería a Medellín, vigilando, siguiéndole los pasos a los perseguidores.

Le hablamos, a tío Alfonso, primo Andrés y yo, de lo común: fútbol, política, vacas. Todos temas que él tolera. Claro que primo Andrés sabe mucho más de todo que yo. Yo solo estoy estupefacto ante la vista de las armas, que, por momentos, tío Alfonso coge y manipula con destreza. Pregunta:

–¿Las quieren ver?

Primo Andrés, obediente, intenta dos o tres maniobras de pistolero experto con ellas. Sé que simula, y le digo a tío Alfonso que no me gustan las armas.

–Es por seguridad, no más –dice–. Donde esos hijueputas les dé por venir acá, abro la puerta y desde la reja los enciendo a plomo ventiado.

Aldemiro ríe y veo su mirada perdida en el techo, como queriendo imaginarse esa escena, que tal vez solo ha presenciado en películas de los años ochenta que pasan a cada rato por los canales nacionales. Él está orgulloso, por estos días, de ser prácticamente el guardaespaldas principal de tío Alfonso.

Socorro sale de la cocina y le pregunta a tío Alfonso que si no han vuelto a llamar.

–Tienen miedo –dice él.

Entonces ella, fiel esposa, dice que ya está el almuerzo, y sale ufana, de nuevo, hacia la cocina, segura de poseer un marido valiente.

En un momento voy a ver a la ventana. Me da vértigo mirar hacia el primer piso, porque creo que voy a caer. Ya le he preguntado mucho a Socorro que si hay un temblor de tierra, ¿qué hacen ellos? Tienen todas las de perder porque mientras bajan veinticinco pisos ya se ha venido todo al piso. Ella no es nerviosa, responde ante mi susto.

Hacia la derecha, y en la montaña oriental, se ve mi colegio. Allá voy a estudiar de lunes a viernes, en horario de siete de la mañana a una de la tarde. Es una construcción grande, blanca, cuadrada, todo semeja una cárcel de máxima seguridad. Aldemiro habla por teléfono en el balcón. Le tienen noticias de la finca. Al colgar, vuelve a la mesa del comedor.

–Don Alfonso, no todo es color de rosa.

–No me diga…

–Se llevaron un ganado. Anoche. Al parecer llegaron con un camión y lo cargaron en dos horas. Doscientas cabezas, don.

–Pero estos hi-jue-pu-tas que están vigilando si no sirven es pa’ mierda, ¿no?

–Ay, don Alfonso, hasta los untarían a ellos también –dice Aldemiro.

–Lo que quieren es darse importancia. Hacerme saber que están bien preparados. Dejemos eso para después.

Primo Andrés intenta poner el tema del partido de ayer sábado, pero ya tío Alfonso está desenchufado. Habla de dos o tres delanteros que jugaron bien, y luego calla. Primo Andrés ya no sabe de qué hablar. Yo callo y espero que tía Socorro llegue con el almuerzo.

Sopa, carne de res, ensalada, papas al vapor, arroz, vaso de leche y bocadillo. Comemos en silencio. Ahora las armas están en el sofá. Ordenadas de mayor a menor tamaño. No puedo dejar de mirarlas. Afortunadamente lo hago sin que nadie note mi fascinación o repugnancia, según los gestos que tengo.

–Esta semana han llamado tres veces –dice tía Socorro–. No siempre he contestado yo. Lucha respondió una. Cuando me transmitió el mensaje estaba pálida, y eso que esto es difícil para una chocoana –y emite una sonrisita. Tío Alfonso la sigue.

–Todos los teléfonos están rastreados por la Fiscalía, mija –dice tío Alfonso–. ¡Ellos, por lo menos ellos hacen bien su trabajo, así otros se descuiden! –y mira de soslayo a Aldemiro.

–Don, usted sabe que la gente pobre como nosotros necesita platica, algunas veces más de lo que nos ofrecen.

–Usted de qué se queja, Aldemiro –dice tía Socorro–. ¿Le confieso algo? Usted vive mejor que muchos de mi familia, que a ratos no tienen ni para el arroz.

–Mejor me quedo callado, doña Socorro –dice Aldemiro–. No vaya y se me salga la lengua muy larga y la ofenda.

–Cuidadito…

Terminamos el almuerzo y tía Socorro retira los platos. Tío Alfonso abre su bocadillo, deja el envoltorio de hoja de palma al borde del plato, y toma su vaso de leche. Lo ingiere con fruición, y cada que toma un sorbo su lengua chasquea el paladar, como queriendo hacer saber que lo disfruta al extremo.

–Yo mañana viajo a Montería, don Alfonso, a primera hora, y empiezo a investigar. No se preocupe.

–Es que yo no me preocupo –dice tío Alfonso–. Doscientas cabezas más, doscientas menos… Lo que importa es la vida, Aldemiro. Mientras estemos vivos podemos devolverles todo el daño que hagan. No es si no que aparezcan por esta puerta, y vea, Esteban –se dirige por primera vez a mí–, los enciendo es a plomo, y los dejo llenos de huecos, que no se les distinga ni el rostro cuando vengan a hacer los levantamientos.

Luego le da unas órdenes a Aldemiro. Le dice que tiene que llevar unas alforjas, unas sillas de montar, dinero para darles a unos trabajadores. También dice que le compre el VHS a doña Isabel, una vieja del pueblo amiga suya, que se quedó viuda y sin el único hijo hace poco, en la última toma guerrillera.

–No se le olvide ese VHS. Mire que esa señora ha sido muy buena conmigo. Creo que hasta habla con los “muchachos” para que no me jodan mucho.

En este confinamiento tío Alfonso lleva más de un mes. Cada que va a salir (que no son muchas las veces), se pone su chaleco antibalas, llama a portería para que vigilen escalas y ascensores, aguza su oído, se mete su revolver al cinto, Aldemiro hace lo mismo, y salen como par cowboys de película norteamericana, dispuestos a batirse con el que se interponga en el camino.

Al mercado, por ejemplo, no volvió. Y cuando sale, no demora más de dos horas. Hace las diligencias, y muy pronto regresa en su Renault al edificio. Aldemiro está viajando por estos días en avioneta a Montería. Cada cinco o seis días viene a Medellín, trae noticias, dinero, cartas, información. Tío Alfonso dirige, vuelve y manda, da órdenes y reparte el dinero necesario para tener a todos a raya. Para que no lo molesten más de lo necesario.

Al final de la tarde siento que ya primo Andrés y yo somos un adorno más de la casa. Podríamos salir, abrir las dos rejas con sus dobles candados, dar un portazo, y tío Alfonso, Aldemiro y tía Socorro seguirían allí, en la mesa, hablando, él cogiendo por momentos su pistola, poniendo unas balas en ella, apuntando al vacío, diciendo lo que va a hacer cuando ellos aparezcan. Aldemiro con cara de preocupación por lo que irá a venir, y, finalmente, tía Socorro orgullosa de estar casada con un ganadero acaudalado. Le digo por lo bajo a primo Andrés:

–¿Vamos?

–Esperate un momento –dice.

Toma una postura recta en su silla, cuello erguido, mirada altiva, y se dirige a tío Alfonso:

–Y qué, tío, ¿cuándo volvemos a Montería?

Tío Alfonso deja su revolver sobre la mesa, luego toma la mini uzi, uno de los últimos modelos, y apunta a primo Andrés.

–Así me verán –dice– cuando me los encuentre, y…

*“Los perseguidores” hace parte del libro Tiempo de zozobra, XII Concurso Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán, Gobernación del Norte de Santander, Cúcuta, 2010.