Estos fueron los papeles encontrados, luego de la extraña desaparición del pianista Edgardo Alonso, en su casa, ubicada en la calle Colombia con carrera 70. Como verán, pertenecen al ya fallecido escritor Valentino Sinisterra. Al escritor, aun cuando en vida no publicó cuento o novela que se conozca, le publicaron un poema en un periódico institucional, a la edad de veinticuatro años. Este dato lo recuerda hoy solo la que fuera su compañera, Lina Bedoya, y quien por deficiencias de salud física y mental dijo no recordar un solo verso.
Por considerar, a juicio de su madre, quien apareció en las oficinas de esta editorial no hace mucho, aduciendo que deseaba dar a conocer unos valiosísimos papeles de su hijo, de alta calidad literaria por la minuciosidad de sus descripciones y el arduo interés por encontrarse a sí mismo en cada línea, presentamos a nuestros selectos lectores los fragmentos, aunque disgregados, de lo poco que vive de este, no olvidado, sino descubierto escritor. Aunque resulte extraño adjudicársele el papel de amanuense luego de yacer bajo tierra, no es impedimento alguno, como creemos firmemente los miembros de este comité editorial, para ser leído y debatido en los cenáculos literarios de la ciudad.

Al frente de mi ventana hay un jardín infantil llamado Luna Nueva. Desde las siete de la mañana pueden oírse las entonaciones de los párvulos saludando el nuevo día. La profesora a veces pide orden, pero, entre tanto bullicio –no otra cosa podría llamar a sus supuestas entonaciones–, se pierde su voz y gana la desorganización. Así, pues, comienzan la mayoría de mis días. Dos o tres voceos de vendedores de frutas: banano, papaya, melón, manzanas. Los chirridos de los frenos en toda la esquina de las busetas de servicio público que bajan despavoridas de los barrios situados en la montaña oriental. La puerta que se cierra estrepitosamente, de algún incauto que salió de afán para su trabajo, la escucho, mínimo, dos o tres veces por semana. Aun cuando este edificio tiene sólo tres pisos, son muchos los apartamentos que hay en el segundo –donde habito yo– y el tercero.
Este barrio en su momento –cuarenta, cincuenta años atrás– fue habitado por la clase más adinerada de Medellín. En muchas de sus cuadras quedan casonas inmensas de dos y tres pisos, con rejas en puertas y ventanas. Hay mucho movimiento en esta cuadra que miro ahora. En su mayoría, deambulan estudiantes, jóvenes entre 18 y 30 años, que bajan por la calle, unos raudos, otros más despacio. Sólo un día vi un anciano, de bastón, intentando cruzar la calle. Una que otra chiquilla de la mano de su madre también –más si consideran que el jardín infantil queda al frente.
La calle es amplia y tengo un árbol frondoso sobre mi acera, de manera que puedo verlo todo el día, y, según ya Lina me dijo, le da un toque agradable al apartamento. Afortunadamente no cae el sol a ninguna hora del día. Con la cortina totalmente abierta, puedo estar leyendo o escribiendo en mi mesa de estudio sin tener luces adicionales encendidas. Basta la iluminación de un día soleado.
Casi todos los días hay un hombre de overol café claro, con un logo de las Empresas Varias de Medellín, que llega a barrer las hojas y hacer aseo en la cuadra. Como estos días han estado bastante calurosos, lleva un sombrero caqui amarrado bajo el mentón con un cordón delgado. Algunas personas pasan preguntando por la clínica que está a media cuadra. Desde mi ventana escucho que él les da las indicaciones.
Ahora, por ejemplo, hay una carretilla pequeña de madera en la acera de esta parte de la calle. La maneja un señor de camisa a rayas oscuras verticales. Vende aguacates y bananos. Por momentos se tira en la calle, en una gran sombra que hace el árbol frondoso, e intenta apagar sus ojos.
Cuando hay mucho silencio, es porque dejan de bajar carros y busetas. Una de estas mañanas, incluso, Lina me dijo que escuchara los pájaros. Se escuchaban, más que cantos, unos chillidos cortos. Muchos, al unísono. Eso fue el domingo. Hoy es lunes y la guardería Luna Nueva no trabaja. No hay párvulos siguiendo himnos o cánticos que su maestra debe enseñarles no sin dificultad. Casi todas las conversaciones de los transeúntes las escucho cuando pasan bajo mi ventana. Sin embargo, hablan de cosas tan cotidianas que no vale la pena detenerse con el oído atento. El viento corre permanentemente de norte a sur, entra por las celosías de mi ventana y baña mi cabeza recostada contra ella.
No hace mucho se fueron papá y mamá. A ella le pareció el apartamento muy agradable. Alabó la cocina y la nevera que compramos Lina y yo la semana pasada. Papá me ayudó a instalar una ducha con agua caliente. Trajeron algo de comida y quedé de ir a casa el jueves al almuerzo. Mamá me pregunta si estoy feliz. Yo le contesté que tenía la cabeza ocupada con mil asuntos como para pensar en eso. Papá dice que nada se puede afirmar hasta llevar, como mínimo, un mes viviendo en el nuevo espacio. Por el momento, acordamos con Lina estar algunos días en su casa, los fines de semana acá, y tal vez uno o dos hablando por teléfono, pues ella dice que le enfurece llegar tarde en la noche a su casa –en caso de que me hiciera visitas diarias y luego tomara un autobús–, con tacones, bolso y pantalones formales.
La idea es irnos a vivir juntos en un año. Ya hemos hablado de una ceremonia sencilla para familiares y amigos más cercanos. Otra, en cambio, íntima, solo para los dos, algo así como un ritual indígena en medio de un bosque. No queremos nada católico. Mamá, la semana pasada, me dijo que si podíamos legalizar todo en una notaría, así no fuéramos a una iglesia, le parecía a ella mucho mejor. Este año, sin embargo, será un discurrir entre la casa de Lina y este apartamento. Lina aún es joven, y muchas de sus conocidas no han contraído todavía compromisos serios. Lo mismo me sucede. Mis compañeros, casi de treinta años, siguen solteros. Algunos trabajan, otros estudian con ahínco mientras sus parejas buscan oportunidades de empleo en otros países latinoamericanos.
Ayer en un programa televisivo hablaban del alcance de la audición, de cómo penetrar y auscultar sonidos lejanos. Por ejemplo: un río que se escucha desde tu casa, cómo ir con la mente hasta el lugar exacto, quizá la orilla del mismo río, y seguir extrayendo alguna onda misteriosa en ese choque del agua contra las piedras. Era una suerte de meditación lograr alcanzar dicho discernimiento. Yo algunas tardes escasamente escucho que llega un vagón del tren a la estación, que queda a dos cuadras, o los gritos de los vendedores de frutas y hortalizas. Mi escucha pareciera restringida. Anoche, muy tarde, escuché una pelea de perros. La escoba del barrendero en las mañanas logra también distraer mi escucha. No es más. No hay meditación. Se está en medio de la ciudad, sin ríos cercanos. Las motos pasan y solo dejan ruidos. Contamino mis oídos mientras leo una biografía de Marcel Proust escrita por André Maurois, En busca de Marcel Proust.
Los sonidos de las campanas, en la iglesia gótica de la cual desconozco su nombre, es lo único confortable que me ha acompañado esta mañana. Estoy extremadamente sensible con mis oídos. Me perturban, hoy, los carros y los buses. El ruido de la nevera que tengo en mi cuarto, cada vez que inicia su motor, se me introduce por los tímpanos y me susurra desesperaciones. En las noches, este se apodera de toda la habitación y es insoportable.
Cuánta diferencia de años atrás, cuando vivía en edificios donde no se escuchaban más que la caída de un niño en la bicicleta o unos trastos moviéndose de manera brusca en otro apartamento. Siento cada ruido como una punzada. Sin embargo, sé que disfruto enormemente el espacio y el hecho de tener cerca muchos lugares dónde hacer compras para el diario vivir. Además, el transporte es magnífico. Debo caminar máximo dos cuadras para tomar el tren, y menos de una para el autobús. Si no llevo afán, camino por entre los árboles que hay en todas las cuadras del barrio, observando ventanales enrejados, escaleras que llegan a segundos pisos, fachadas pintadas de azul, amarillo y naranja vivo; husmeo, clavando mis ojos al interior de las ventanas, y descubro cortinas descorridas y baños con tuberías de donde salen duchas de agua caliente. Encuentro recolectores de basura que meten sus manos grises entre las bolsas negras buscando separar y tomar lo de más utilidad, lo que puedan vender, bien sea vidrio, cartón, plástico.
Subo y bajo cuadras, veo letreros de “Se arrienda” y “Se vende” en muchos edificios ubicados sobre calles agradables, arborizadas, las fachadas con bellos acabados, y me pregunto: ¿acaso la gente no disfruta aquellos espacios? ¿Es el ruido que yo siento menor o más alto que por estos otros lados? Después de deambular veinte minutos, llego al apartamento donde, hace unos años, vivió Mariluz, la que conocí por Sergio. El edifico es de adobe a la vista con franjas verdes horizontales entre un piso y otro. En el primer piso, una tienda donde solíamos comprar cerveza cuando iba a visitarla. Y un pequeño escalón, a la entrada del edificio, donde nos sentábamos a fumar.
Ahora quedan pocos amigos en la ciudad. La gran mayoría se ha marchado al extranjero, buscando opciones de vida porque en el país no pudieron encontrar salidas. Yo no sé si encontré salida, el caso es que sigo aquí, camino, observo y escucho la gente hablar. Los que están en otros países probablemente escuchen cosas similares. Acaso el ruido sea mayor. No sé. Con Lina no siento mucho ruido. Ella dice que la nevera no la escucha en toda la noche. De los carros o buses no hemos hablado. Yo no puedo decir lo mismo. Mi sueño se trastoca, e imagino imágenes vagas como para convencerme, una vez de pie en la mañana, de que sí dormí. Acaso me tomo el pelo sin darme cuenta. Me burlo y me rio solo, a mis anchas, de mí mismo. Algo, sin embargo, me dice que debo quedarme acá. Tampoco veo otras opciones. Cambiar de casa de manera persistente no tiene sentido. Todas tendrán algo que reprochar. Este espacio no es muy distinto de las casas en las que he vivido los últimos diez años. La única diferencia es el ruido.

En estos días fui con Lina a una casa hermosa en un pueblo a tres horas de la ciudad. Había sido diseñada por una arquitecta que ostentaba un premio nacional de arquitectura. La alcoba donde dormimos era confortable, amplia. La decoración, sobria y bella: cinco fotos en blanco y negro de campesinos de la época de los cincuenta. Tenía un ventanal enorme dividido por molduras de madera verticales.
Hacia las doce y media nos dimos cuenta de que rondaban dos zancudos por la alcoba. Como el clima era bastante caluroso, intentábamos tapar nuestras cabezas con una sábana, pero el calor era insoportable. Una vez bajábamos la sábana, se escuchaba el enorme animal zumbando a milímetros del oído. La noche fue regular en cuanto a sueño. Sólo una vez intentamos cometer el crimen con los bichos, mas fue en vano: se escaparon hábilmente de nuestro alcance. Al día siguiente comentábamos el no haber dormido placenteramente en un espacio tan silencioso, confortable y con las condiciones perfectas para tomar un sueño reparador.
Ahora pienso en eso, cuando sé que la costumbre moldea al hombre, y espero con ansias poder obviar ruidos externos a mi ser, y escuchar llamados, algo que brote muy al interior. Cuando me desvelo, otro yo salta a elucubrar y planea mil cosas por escribir, pero entonces llega otro y lo calma, le dice que debe esperar, pues son las dos de la madrugada. Ya llegará otro día para sentarse a escribir.
A Proust también le afectaban los ruidos. Después de la muerte de sus padres, en 1906, se traslada al apartamento de la viuda de su tío Georges Weil. Allí lo atormentan los martillazos toda la mañana. Proust pide a unas amigas intervenir en el asunto. Escucha golpes arriba y al lado de su cabeza. Como trabaja en la noche y duerme durante el día, dice que, por favor, establezcan horarios para los trabajos a partir del mediodía. No hay caso. Continúa escuchando el martilleo como si los obreros disfrutasen el martirio ajeno. Decide entonces aislar su apartamento recubriéndolo con corcho. Es allí, recibiendo pocas visitas, donde comienza su monumental obra. De inmediato miro mi ventana, pero las celosías que no cierran de manera compacta no permiten forrarse con corchos. Quedaría más aislado del ruido. Y, ¿es que acaso quiero dejar a un lado el ruido?
Cinco editoriales han rechazado dos libros que tengo preparados. Son relatos y cuentos cortos. No se ajustan al criterio de ellos, responden en las cartas. Sé que mi trabajo es bueno; no obstante, uno que otro relato termina en la papelera después de algún rechazo. Una vez escuché o leí que era mejor escritor quien borraba que quien escribía. Por ese lado voy ganando.
Poco más de veintisiete años y veo que mis contemporáneos ya han editado sus primeros libros. El maestro Espinosa, cartagenero, según leí hace unos días, publicó sus primeras líneas no teniendo ni la mayoría de edad. Algunos poetas que conozco, entre los que está Omar Fernández, tío de mi estimado amigo, el pianista Edgardo Alonso, me muestra su primer libro de cuentos, del año 53. Tenía veintidós años. Un volumen con más de quince relatos. Otra poetisa que conocí en una velada literaria ya ostenta un premio nacional de poesía, y acaso pasa de los veinticinco años. Ni qué decir de maestros ya muertos. Por ello me apresuro, y, por eso mismo, también cargo con desilusión, porque a pesar de ver mi trabajo honesto y dedicado, y leer lo que se publica de autores ya destacados, corroboro el peso de mi pluma, la calidad, lo rico que es en comparación con otros tantos. No puedo evitar las comparaciones, más cuando hago intentos en vano para que los señores editores avalen mi quehacer como escritor.
Me arroba, me ilusiona, me arrebata escuchar las interpretaciones de Edgardo. Hay días en que voy al conservatorio de la universidad, y lo veo ensayar en un piano viejísimo, en un cuarto diminuto con ventana hacia la plazoleta central y una puerta que él cierra porque el instrumento retumba durísimo. Interpreta a Beethoven y a Satie a petición mía. A ratos, en su casa, mientras yo me encuentro alucinado bajo la prosa de Zola, o de algún latinoamericano –sigo sobre todo argentinos–, Edgardo interpreta obras magistrales. Como está actualmente con la idea de memorizar varias piezas para un recital en un café el mes de junio, escucho que repite y repite trozos de la misma canción. Cuando deja fluir sus dedos y el ritmo toma forma, la melodía se extiende y se convierte como en una marea arrulladora, en la que el vaivén de las olas te lleva hacia algún lugar, no siempre conocido. Así pasan dos, tres horas.
El ruido continúa. Diagonal a mi apartamento, hay una señora robusta, morena, de cabello negro y de estatura baja que posee un perro de raza incierta. Ya me he topado con ambos en el corredor de este segundo piso, y el can ha dejado ver sus colmillos de manera agresiva e insinuante, mientras la señora trata, en vano, de callarlo diciéndole ternuras al oído. Creo que me detesta, tanto el perro como la señora. Es tanto el odio, que una vez entro a mi casa, escucho los ladridos enfurecidos que persisten, como si el animal conservara el rencor tantas horas después. Yo no tengo nada en contra de los de su especie, pero me desagrada no encontrar asueto en las tardes, que es cuando más me encuentro dispuesto a escribir algunas líneas.
Recuerdo las recomendaciones de la empresa arrendataria, cuando firmé el contrato: no es posible tener mascotas. Muy seguramente nadie sabe de la evasión de la señora. Tampoco seré yo quien la denuncie. Aun cuando no tengo certeza de mi aguante ante tanta distracción. Incluso algunas noches he soñado con esos pequeños colmillos, como si quisieran revelarme algo. Por el momento, no encuentro símiles o símbolos en las imágenes inconscientes.
A Lina la conocí hace apenas ocho meses. Fue en la casa de Edgardo Alonso, una noche, entre copas de vino, el poeta Fernández despotricando de otro escritor local por arribista, la poetisa del premio nacional, Aura Botero, exponiendo sus puntos de vista sobre la obra de Vallejo, contando historias de la casa de la cultura que dirige hace ya tres años, y, en fin, Lina llegando a la casa de mi amigo con una chaqueta negra un poco trajinada, unos pantalones de lino oscuro, su cabello negro recogido en una moña, y mis deseos de soltero aflorando, pidiendo condescendencia, hallando cabida en la mirada de Lina, quien, pocos minutos después, ya departía conmigo fumando su cigarrillo blanco y largo. Mujer laboriosa, empresaria de una gran compañía de la ciudad, trabajadora de sol a sol, me entero de que disfruta leer poemas vanguardistas y prosistas como el uruguayo Galeano.
Al principio se la nota retraída; no obstante, minutos después, aferrada de manera ávida a su copa, dejando caer una que otra ceniza por la ventana de la casa de Edgardo que da a la calle Colombia, no para de lanzar pestes contra el gobierno de turno, diciendo que a los pocos que empiezan a disfrutar la vida con ciertas comodidades, el presidente quiere rebajarlos haciéndoles gastar hasta el último centavo de sus ahorros para costear enfermedades de alto precio. Vocifera de manera efervescente que ya ni pensar en que le dé cáncer de mama, o VIH, o tenga que realizarse una operación que supere los cien millones de pesos.
Todavía hoy me asusta su beligerancia, su capacidad para generar movimiento en los demás. Por descarte, esa noche de la que hablo quedamos prendados el uno del otro, por estar solos en medio de la turbamulta sin un muro dónde apoyarnos, como diría alguna vez el escritor Bolaño.
Hoy lunes me despertó el pasar de buses hacia las cinco de la mañana. Logré dormir por tramos. Soñé cosas desiguales, desarregladas, con un gran ego de por medio. Llevo ocho años, desde mis dieciocho, escribiendo sin publicar nada. A mis veintiséis no veo la luz al final del túnel. A veces escribo a revistas en vano. La mayoría no contesta ni una línea. No sé si me leen, si me borran aún sin leerme, no sé si me plagian, si hurtan mi talento para llenar vacíos propios.
A veces creo que la independencia se castiga. Las dos o tres personas del mundillo literario de la ciudad que frecuento –en realidad sólo el poeta Fernández entraría en esta catalogación, y ni siquiera lo veo más que alguna vez cada dos, tres meses– se mantienen al margen del acontecer, de lanzamientos, conferencias, paneles, eventos en torno al libro. Siento como si hubiera lanzado escupitajos a muchas plumas que no considero de altura y ahora me estuvieran rebotando.
El día de hoy amaneció nubado. Llueve levemente sobre la ciudad. Salgo, después de un copioso desayuno, a deambular por las calles. Sólo es a las tres de la tarde que consigo encontrar un restaurante. Pido un menú económico con pollo, arroz, ensalada y una sopa bastante agradable a mi paladar. A punto de cumplir mis veintisiete años, veo el terreno de mi escritura yermo. El poeta Fernández, cuando hablamos en la noche por teléfono, me da alientos. Me dice que estoy bastante joven. Luego calla porque le reprocho algo sobre su primer libro publicado a los veintitrés. Él arremete de nuevo y me pide que vaya a su casa. Me muestra que está imprimiendo unos folletines con unos poemas que escribió hace veinte años. “La poesía no se hace para guardar. Toda palabra que se escriba debe mostrarse, por cualquier medio que se disponga. ¿Usted, Valentino, cuándo se va a animar a publicar algo?”. Cuando veo las hojas recién impresas, con la tinta fresca y el papel aún caliente, me viene a la cabeza una idea.
En la casa del pianista Edgardo Alonso se halló el manuscrito que acabamos de reproducir. No tiene fecha pero, según nuestros cálculos, debe haber sido escrito hace treinta años aproximadamente. Algunos dijeron que, después de la visita que le hizo al poeta Fernández, Valentino Sinisterra estuvo confinado algunos días en la casa de su amigo el pianista, dándole forma a su escrito. Al parecer, los libros que menciona, rechazados por casas editoriales, desaparecieron, bien sea por iniciativa propia, bien por manos ajenas a él, tal vez para devolverle escupitajos, aunque ya no tengan repercusión en sus despojos que descansan, hace tres décadas, en el cementerio central.
Bocas avezadas afirmaron en esa época que a Valentino lo mató el no publicar. Otras, más realistas, dijeron que había huido a Nueva York, a casa de otro amigo literato. Que en la primera nevada que registró esta ciudad dicho año, la más fuerte en mucho tiempo, quedó sepultado el escritor bajo una gruesa capa de hielo de cincuenta centímetros. ¿Qué le pasó a Valentino en ese duro invierno y por qué nadie lo socorrió? En todo caso, el escritor no llegó a los treinta años.
En esta casa editorial desconocemos datos precisos. Nos basta haber leído este manuscrito, y haber escuchado a la señora madre del difunto, para tomar la decisión de su publicación. Cabe anotar, finalmente, que la señora Teresa Mejía de Sinisterra pidió no ser tenida en cuenta para posibles pagos de regalías. Recomendó donar este dinero al cuidado de enfermos terminales. La primera beneficiada, gracias a las debidas diligencias hechas por esta editorial, será la antigua mujer de Valentino, Lina Bedoya.
* Este cuento pertenece al libro «La lancha y otros cuentos», de José Ignacio Escobar