No conozco mayor cosa de la Editorial Sial Pigmalión. Acaso que su sede es en Madrid. Llegué por curiosidad -algunas veces ser curioso tiene consecuencias…- a la novela La buhardilla iluminada, del escritor Fabio Martínez.
Las primeras páginas resultaron medianamente aceptables, pero antes de la página diez -la novela tiene poco más de 80- comencé a ver un claro ejemplo de cómo no debía escribirse una novela. No solo eran diálogos impostados los que veía, también un afán tremendo por mostrar que el personaje -Luciano, que no es más que Martínez- había conocido a Cortázar en París o a una condesa que decía ser viuda de Dalí en un viaje hacia Barcelona. Eso sin contar que el final -lo anoto para que se ahorren la lectura entera- narra los hechos del ataque al teatro Bataclan, en París, en noviembre de 2015.
La historia está llena de clichés. Empezando porque creer que París te hace escritor. Luciano y uno de sus mejores amigos van a la capital francesa para “hacerse” escritores. Al narrador le preocupa además solo hablar de sexo y licor. ¿No habrá pensado Martínez que a estas alturas de la vida a nadie le escandaliza observar a una pareja follando tras los árboles en un parque parisino, o que te multe la policía por hacerlo o que alguien se quede dormido borracho a la entrada de una iglesia? Parece que no.
La buhardilla iluminada tampoco tiene un argumento sólido. En principio es un joven que no puede salir a la calle porque la policía francesa lo está buscando. Supuestamente es culpable de haber asesinado a dos caleñas durante una fiesta. Tampoco es creíble este argumento. Y ese encierro es tan ficticio como que el autor se olvida de que su personaje está encerrado recordando sus supuestas aventuras al llegar a Europa y no vuelve a relatar nada de ese miedo a que lo encuentre la policía en esa buhardilla. Por momentos pareciera que Martínez hubiera tenido la intención de escribir una historia -para él, buena- con detalles con los que creía enganchar a un público – para él, muy exclusivo (Cortázar y su entierro en el cementerio de Montparnasse, la viuda de Dalí, el licor y el sexo, saludar y despedirse en Francés)-, pero, al mismo tiempo, no tuviera recursos para hacerlo. Como si no supiera el significado de escribir una buena novela: manejo de técnicas narrativas, lenguaje depurado, personajes debidamente construidos y creíbles, diálogos naturales, fluidos, con buenas dosis de ironía (hay que burlarse de todo un poco para huir del acartonamiento), entre otros aspectos. Saltan a la vista además fragmentos en los que salta sin pudor del narrador en primera persona al omnisciente.
Uno como lector se aleja y ve el andamiaje narrativo y no encuentra más que miles de adornos -clichés- tapando una pésima obra. Un muro de tablas pegadas con engrudo, no sé si me hago entender.
Aparte de clichés, malos diálogos e historia insulsa, tiene pésimo humor. O, para decirlo mejor, la novela tiene un par de apuntes que solo les provocan risa a los protagonistas de la misma historia. Ese “nos reímos” se queda estancado en ese papel en el que fue impreso el libro, que no es culpable además de servir de soporte a una historia tan floja (se desperdicia mucho papel hoy en día).
Parece que actualmente se otorgan premios como repartiendo confites, pues no encuentro razones -los jurados al parecer las encontraron- para otorgarle el Premio Internacional de Literatura “Rubén Darío” 2019 a esta novela de Martínez.